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*—Max:

La reciente visita había sido… interesante.

Max observó cómo la atractiva pelirroja salía de su oficina acompañada por la señora Miles, su actual asistente. Sintió una extraña curiosidad por la mujer que sería su próxima ayudante. Miró la taza que ella había dejado en el escritorio y se dio cuenta de la marca de su labial rojo en el borde. Recordó el momento en que Antonella había bebido el té y, al terminar, había pasado su lengua por sus labios rojos, dejándolo deslumbrado. Aquel gesto tan casual le había parecido de lo más sensual y le provocó una reacción inesperada. 

Se removió incómodo en el asiento, sorprendido de sí mismo. ¿Por qué estaba tan excitado por una chica de apenas 20 años? Después de todo, había conocido a mujeres mucho más deslumbrantes.

Sin embargo, debía admitir que Antonella era hermosa. La chica era de piel clara, casi como la leche, y Max imaginó cómo se verían sus labios marcando esa piel sensible. Además, sus ojos verdes tenían un brillo cautivador, pero lo que más lo había desconcertado eran las largas y bien torneadas piernas de Antonella. No pudo evitar imaginarse esas piernas rodeando su cintura, y soltó un suspiro frustrado. ¡Dios, era un pervertido! Ella sólo estaba allí para trabajar, y él, como un adolescente, se dejaba llevar por fantasías.

Max se dijo que debía calmarse. Después de todo, Antonella era la hija de un amigo de su padre y había sido recomendada por su padre Jefferson McKay para ocupar el puesto de la señora Miles, una profesional intachable. Solo esperaba que la chica diera la talla en el puesto, a pesar de ser una joven que parecía haber crecido rodeada de lujos. Se rió para sí mismo. Esta vez, sus caprichos no serían satisfechos tan fácilmente.

Pensó en Antonella como su futura asistente. Desde que le informaron que la señora Miles se retiraría del grupo tras tantos años de servicio, Max no se preocupó demasiado por encontrar un reemplazo; estaba seguro de que su padre le presentaría a alguien tarde o temprano. Fue el fin de semana pasado cuando su padre le anunció la llegada de Antonella. Él había esperado a alguien reservado, quizá una joven dedicada y un tanto tímida, pero no a una chica tan atractiva. Era como una rosa roja: hermosa y exótica.

Max se pasó la lengua por los labios, diciéndose que disfrutaría la presencia de su nueva asistente, aunque solo de vista. No iba a cruzar la línea. Sabía que no sería ético y siempre había sido estricto en mantener los límites en el trabajo. O al menos eso intentaría. 

Max rió para sí mismo, justo cuando alguien llamó a la puerta. Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió, y entró su hermano menor, Christopher Bryant. El joven de 22 años vestía un impecable traje gris hecho a medida y una corbata del mismo tono. Se acercó con confianza, tomó asiento en la silla que había ocupado Antonella minutos antes, y lo miró con su típica expresión de autosuficiencia.

Max le dirigió una mirada de desaprobación. 

Su hermano pequeño siempre tenía ese aire de superioridad, como si fuera la última gota de agua en el desierto. Entendía el orgullo: ser un Bryant era sinónimo de prestigio. Su familia siempre se destacaba en lo que hacía, pero eso no le daba derecho a ser tan arrogante. Max sacudió la cabeza, divertido. Ser el favorito de la familia parecía habérsele subido a la cabeza. Graduado de la universidad a los 21 años y ocupando un puesto de Director de Estrategia a temprana edad, Christopher se consideraba invencible.

—¿Qué quieres, Chris? —preguntó Max, fijando la mirada en su hermano menor, una versión más joven de sí mismo. Los tres hermanos Bryant compartían el cabello negro y los ojos azules, una característica distintiva de su apellido. De hecho, Max no había conocido a ningún miembro del clan, ni siquiera de la rama secundaria, que no tuviera esos mismos rasgos.

—Vi a la hija de Jefferson —murmuró Chris, señalando con la cabeza hacia la puerta cerrada.

—Guapa, ¿no? —Max sonrió.

Chris ladeó la cabeza, llevándose una mano a la barbilla con gesto pensativo.

—Me pregunto si su monte de Venus será del mismo color que su cabello —comentó Chris con una sonrisa pícara, pasando los dedos por su barbilla perfectamente afeitada.

Max se rió y negó con la cabeza. Aunque también sentía cierta curiosidad, había otros detalles que le interesaban más de Antonella. ¿Tendría los labios naturalmente rosados, ocultos bajo ese labial rojo? ¿Y qué tal el tono de su piel bajo la ropa? Max maldijo en silencio a su hermano por haberle traído esos pensamientos inoportunos a la mente.

—Chris... —dijo Max en tono de advertencia.

—¿Qué? —Chris arqueó una ceja, mirándolo con una sonrisa que dejaba claro que sabía exactamente el efecto de sus palabras—. Vamos, sé que te has preguntado lo mismo —bromeó, a lo que Max se encogió de hombros.

—Es guapa, sí —admitió Max, suspirando—. Pero es mi asistente, y ¿adivina qué? —dijo, mirándolo con una sonrisa desafiante—. A diferencia de ti, no mezclo el trabajo con… distracciones personales.

—¡Yo no hago eso! —exclamó Chris, aunque ambos sabían que no era cierto.

Max se echó a reír, y al final, Chris también lo hizo. Era imposible enojarse; después de todo, era la verdad. Chris siempre había sido el mujeriego de la familia, mientras que Max evitaba involucrarse sentimentalmente con personas de su entorno laboral. Sabía que su hermano estaba enredado con su propia asistente, lo que hacía que aquella situación fuera aún más irónica.

—Entonces, recuérdame, ¿por qué tienes a la hija mayor de Jefferson trabajando aquí, justo como tu asistente? —preguntó Chris, mirando la taza que Antonella había dejado.

—Cosas de papá —respondió Max, encogiéndose de hombros—. Jefferson McKay se enteró de que nuestro padre estaba buscando una asistente para Robert y para mí y se ofreció a “ceder” a una de sus hijas —explicó Max, pensativo.

Ambos intercambiaron una mirada. Ahora que lo pensaba, era extraño que Jefferson McKay, un hombre siempre envuelto en problemas financieros, hubiera ofrecido a su hija para trabajar en el Grupo Bryant. ¿Qué estaría tramando? Max sonrió, divertido. Quizás Jefferson creía que Antonella podría recopilar información útil para él, especialmente considerando que estaba ahogado en deudas y gran parte de su patrimonio estaba hipotecado… y que esas hipotecas las manejaba el Grupo Bryant.

¿Acaso Jefferson creía que tenían su apellido en lo alto por el simple hecho de tenerlo?  Comenzó a reírse y Chris lo miró confundido. Es que era chistoso. No por nada eran conocidos por ser grandes negociantes, no se aprovechaban del prójimo, no, claro que no, sabían invertir, pero Max no iba a negar que estaban aprovechándose de la estupidez de Jefferson, quien era un amante a las apuestas y a derrochar dinero.

—Ya entiendo… —murmuró Max, una sonrisa fría asomándose en sus labios.

Chris, comprendiendo el pensamiento de su hermano, hizo una mueca.

—¿Crees que está aquí para espiarnos? —preguntó Chris—. Debajo de esa apariencia inocente, quizá se esconde una víbora.

Max asintió. La posibilidad de que Antonella fuera un peón de su padre estaba cobrando sentido. Aun así, la situación era demasiado conveniente para los Bryant como para no aprovecharla. Sabían que la familia McKay tenía un historial de oportunismo, y ellos mismos habían sido víctimas en el pasado. El patriarca, Ross McKay, había manipulado a su abuelo en los negocios, dejándolos en una situación complicada, pero gracias a Bradley Bryant, el padre de Max, habían logrado levantarse y construir un imperio mucho más fuerte.

Nadie en la familia olvidaba esa traición, y Max menos que nadie. Sabía que estaban utilizando las malas decisiones de Jefferson a su favor; cada préstamo, cada deuda que los McKay adquirían, los acercaba a perderlo todo en manos de los Bryant. Era solo cuestión de tiempo.

Max volvió a mirar la taza que había usado Antonella. Si ella había llegado con intenciones de traicionarlos, estaba destinada a fracasar. Nadie jugaba con los Bryant, y quienes lo intentaban, siempre terminaban pagando el precio.

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