Capitulo 6.

Capítulo 6.

No pensé que de verdad fuera a hacerlo. No hasta que me vi parada frente al límite del territorio, con una mochila vieja colgada al hombro, las piernas temblando y el corazón palpitando con tanta fuerza parecía querer salir del cuerpo en cualquier momento. Ya quedaba poco tiempo para amanecer y debía darme prisa para abandonar los límites de la manada.

Por un momento me pregunté si estaba haciendo lo correcto o por el contrario estaba cometiendo una estupidez.

Entonces escuché una vocecita temblorosa detrás de mí:

—¿A dónde vas?— dijo Erika, consiguiendo darme un susto de muerte.

Me giré tan rápido que casi se me cae la mochila. Estaba claro que se trataba de Erika, la chica de la limpieza. Era ella. La sirvienta. La misma chica que había confundido mis pastillas por vitaminas. Tenía el uniforme arrugado, ojeras marcadas y las manos llenas de tierra. Seguro venía de la cocina o del jardín tras otra noche sin dormir. Me quedé paralizada, sin saber si correr o mentir.

Intenté decir algo. Una excusa. Cualquier cosa. Pero bastó con que me viera la cara, la expresión de derrota y las lágrimas mal disimuladas en mis ojos, para que entendiera todo.

Sus ojos se abrieron como platos. Se mordió el labio inferior, nerviosa, y por un momento pensé que iba a gritar, que iba a correr a avisarle a alguien, que todo había sido en vano. Pero lo que hizo me dejó sin palabras.

—No se lo diré a Calen —dijo Erika, bajando la mirada. —Me defendiste. Me salvaste de un castigo peor.

Y entonces me vine abajo. No completamente, pero un poco. Lo suficiente como para que mi garganta se cerrara y mis labios temblaran. No sabía que ella había entendido lo que hice por ella, y no lo había hecho esperando nada a cambio. Pero en ese momento, su lealtad me pareció el regalo más grande del mundo.

—Gracias —logré decir, apenas en un susurro.

Ella me miró con esos ojos grandes, brillantes por las lágrimas contenidas, y me hizo una seña para que la siguiera.

—Por aquí hay un sendero. Es más seguro y apenas si salen a patrullar—. Dijo tendiendome una de sus manos.

Cogí si mano y camine junto a ella, así, sin más. Como si fuera lo más normal del mundo ayudar a una fugitiva embarazada a escapar del territorio del Alfa.

Caminamos durante un buen rato, en silencio al principio, solo escuchando el crujir de las hojas bajo nuestros pies. Hasta que no pude más y lo solté.

—Tengo miedo —dije de pronto, rompiendo el silencio como si lo hubiera apuñalado—.

Ella no respondió nada. Solo me escuchó. Y después asintió.

—Yo también tengo miedo todos los días.

Y fue ahí cuando sentí como si estuviéramos compartiendo algo más.

—Voy a ir a un pueblo humano —le confesé, porque necesitaba decirlo en voz alta para convencerme a mí misma—. A algún lugar donde nadie me conozca. Donde pueda tener a mi bebé sin que me miren como si fuera una vergüenza. Donde no me usen ni me vean como una cosa.

—¿Sabes a cuál? —preguntó, con una preocupación honesta.

Negué con la cabeza.

—No. Solo sé que necesito irme. Lejos. Y empezar desde cero—.

Me miró de nuevo, y luego desvió la vista hacia el bosque.

—Ojalá yo también tuviera el valor de irme—.

Esa frase se me clavó en el pecho. Porque yo no me sentía valiente. Me sentía rota. Perdida. Como una hoja llevada por el viento. Pero ella me veía con admiración. Y eso me hizo querer seguir caminando, por ella, por mí, por ese bebé que todavía no tenía nombre, pero ya era mi todo.

Cuando llegamos cerca de la carretera, me abrazó fuerte, como si nos conociéramos desde siempre.

—Cuídate —me dijo al oído—. Y cuídalo a él o a ella. Va a ser especial. Lo sé.

Le prometí que lo haría. Después corrí, sin mirar atrás, hasta encontrar una parada de autobús. No me importaba a dónde iba. Solo necesitaba subirme y huir. Huir de él. De su desprecio. De su indiferencia. De su odio hacia lo que yo era.

Cuando subí al autobús, el conductor me miró raro. Seguro pensó que era una adolescente escapando de casa. Y quizás no estaba tan equivocado. Pagué con unas monedas y me senté al fondo, pegada a la ventana, mirando el bosque que se alejaba. Cerré los ojos y me prometí a mí misma que nunca más volvería a aceptar migajas. Que nunca más permitiría que alguien decidiera sobre mi cuerpo o sobre mi destino.

Y aunque mi estómago se revolvía por los nervios, por el miedo, me sentí libre por primera vez en mucho tiempo.

Pov Calen:

Era tarde. Más de lo normal. Every siempre llegaba puntual a mi despacho para satisfacer mis necesidades. Pero hoy… nada. La puerta no se abrió, no escuché sus pasos, ni pude oler su aroma cerca.

Fruncí el ceño. Pensé que se habría retrasado por algo tonto, una tontería doméstica, o que se encontraría indispuesta por lo del embarazo. Pero pasaron los minutos, y después las horas y ella no llegaba. En ese momento mi paciencia se agoto y mandé llamar a una de las criadas.

—¿Dónde está Every? —pregunté, cruzado de brazos.

La chica se encogió de hombros y murmuró algo sobre que no la veían desde la hora de la cena.

Recordé la expresión herida en su rostro cuando le dije que jamás me casaría con ella, y comprendí que, en efecto, había sido demasiado duro. Su enfado tenía sentido.

Así que fui a su habitación.

Pero al llegar, la encontré completamente vacía. Todo lo que le pertenecía había desaparecido, excepto esa maldita tarjeta bancaria que le di, colocada en el centro del escritorio, en silencio.

La furia me explotó por dentro. Tomé un vaso y lo tiré contra la pared y me levanté de golpe.

—¡Encuéntrenla! ¡Ahora! —rugí, haciendo temblar a medio pasillo.

Alexander apareció de inmediato, serio pero calmado. Siempre envuelto en ese maldito aire de tranquilidad.

—Está sola y no tiene dinero. No puede haber llegado demasiado lejos —dijo, tratando de bajarme los humos.

Respiré hondo. Cerré los ojos un segundo. Estaba bien. Tenía razón.

Every no es una loba fuerte. Es una Omega frágil, acostumbrada a que le digan qué hacer. A obedecer. Yo era su todo. Me buscaba con la mirada como si no supiera respirar sin mí.

Asentí lentamente.

—Every está obsesionada conmigo. Cuando vea lo difícil que es la vida fuera de aquí, cuando sienta hambre, miedo y soledad… volverá.

Ya lo verán. Esta rabieta no le va a durar mucho.

—Si quiere hacer un berrinche —bufé, dándole la espalda—, que lo haga. No me importa darle una lección.

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