Alejandro Vitali estaba sentado tras su majestuoso escritorio de caoba, observando el brillo de la tarde colarse entre las cortinas de terciopelo azul. La vista desde su oficina en el último piso del rascacielos le permitía contemplar la ciudad como un titán desde su fortaleza, dueño y señor de su imperio. El teléfono en su mano izquierda vibraba con la inminencia de un secreto, y la voz masculina al otro lado de la línea resonó clara y decisiva.—Todo está listo, se hizo como usted lo pidió.La sonrisa de Alejandro fue lenta, calculada, apenas una curva en la comisura de sus labios. Esa expresión, tan conocida por los que lo rodeaban, era una advertencia para sus enemigos y una promesa de gloria para él.—Bien, no dejen cabos sueltos —respondió, su voz tan fría y afilada como una hoja.Colgó y dejó el teléfono sobre el escritorio, entrelazando las manos con la mirada perdida en la lejanía. Sus pensamientos viajaron, imaginando la caída de Massimo Agosti, el hombre que había desafiado
La habitación estaba impregnada de un aire denso, como si cada rincón estuviera cargado de la tensión palpable que flotaba entre ellos. Massimo Agosti no podía evitar sentir cómo el sudor frío le recorría la espalda, mientras escuchaba las voces de aquellos hombres que lo rodeaban. El sonido de sus palabras se deslizaba por el aire, con una mezcla de burla y amenaza que comenzaba a nublar su mente. Ya no sabía cuánto tiempo llevaba allí, atrapado en ese rincón oscuro y sin salida. La única luz provenía de una lámpara débil en una esquina, que parpadeaba como si se estuviera apagando al mismo tiempo que sus esperanzas.—¡Tienes que salir de la competencia, Agosti! —gritó uno de ellos, un hombre de voz grave y ruda que se adelantó hacia él. Sus ojos destilaban odio, pero también una certeza sombría—. No tienes otra opción. Es tu única manera de salvarte. Massimo no respondió. Su rostro permaneció impasible, aunque sus manos se crispaban involuntariamente sobre sus rodillas. Sabía que
El aire en la ciudad parecía más denso esa tarde, como si el sol se hubiera detenido por un instante, justo sobre las sombras de los edificios que se alzaban imponentes en la zona empresarial. El tráfico seguía su curso, el bullicio era el mismo, pero algo en el ambiente sentía extraño. El cansancio físico de Massimo Morelli se reflejaba en sus pasos al regreso al hotel. Al llegar al vestíbulo, una leve punzada en su cabeza lo hizo detenerse por un momento. La jaqueca estaba llegando con fuerza, una presión en la sien que lo hacía pensar que todo se estaba desmoronando. No sabía si su salud, o el negocio, lo estaban dejando más vulnerable. La puerta del ascensor se cerró a su espalda con un sonido metálico que marcó la entrada a su refugio. Pero cuando llegó a la habitación, la puerta ya estaba entreabierta.Lauren estaba allí, esperando, apoyada contra la pared, con los brazos cruzados. Su mirada se clavó en él en cuanto entró, como si la misma rabia que se acumulaba en su pecho la
La oficina de Eddie Agosti era una isla en medio de la vorágine de la ciudad. La luz tenue de la lámpara de escritorio caía sobre los papeles y documentos desordenados, los cuales a menudo marcaban las horas de su vida, pero poco lograban reflejar la intensidad de su trabajo o sus aspiraciones. Eddie nunca había sido el hijo que esperaba su padre, ni el hermano que Massimo representaba. En los pocos momentos que la tranquilidad se apoderaba de su mente, las comparaciones entre él y Massimo se volvían un dolor constante, como una herida que nunca llegaba a cicatrizar.El reloj de pared marcaba casi las cinco de la tarde cuando la puerta del despacho se abrió de golpe. Eddie levantó la vista, algo en el aire le indicaba que no sería una visita tranquila. En la entrada, con su presencia abrumadora, estaba Ricardo Agosti, su padre. Su rostro, enrojecido de rabia, no dejaba lugar a dudas: venía a hacerle una reprimenda.—Eddie —dijo Ricardo, cerrando la puerta tras de sí con fuerza—. ¿Dónd
El despacho de Blair estaba inundado de luz natural. Las grandes ventanas panorámicas ofrecían una vista privilegiada de la ciudad, cuyas calles, aunque agitadas, se sentían lejanas desde la altura. El aire era fresco, filtrado a través del sistema de ventilación de la moderna oficina. Ella, concentrada, repasaba los planos de la presentación que definiría el futuro de su carrera. Cada línea, cada detalle parecía crucial para alcanzar el objetivo que se había propuesto. Los papeles estaban dispersos sobre su escritorio, pero no era un desorden; era un reflejo de su mente organizada, un laberinto de ideas que todo encajaban en su lugar.Blair no podía negar que estaba emocionada, aunque intentaba mantener su compostura. El proyecto era grande, muy grande. Y hoy, finalmente, todo llegaría a su culminación.La puerta del despacho se abrió con suavidad, y la figura de Alejandro apareció en el umbral. Su porte elegante y su mirada confiada le daban una presencia inconfundible. Él cerró la
Blair observó a Massimo con una mezcla de sorpresa y preocupación. Su figura imponente, normalmente firme y segura, ahora se alzaba descompuesta y herida. El labio partido y los moretones en su rostro dejaban una estela de preguntas sin respuesta. La música y las voces animadas en la sala se amortiguaron en su mente, y todo lo que quedó fue el tamborileo inquietante de su corazón.—¿Qué te pasó? —preguntó Blair, su voz apenas un murmullo mientras los dedos de sus manos se entrelazaban nerviosamente.Massimo, sin apartar la mirada de los trillizos que jugaban a pocos metros, no respondió de inmediato. Sus ojos, oscurecidos por una tormenta interior, se clavaron en los niños como si se aferrara a un pensamiento desesperado. Blair, sintiendo una presión en el pecho, frunció el ceño y le hizo un gesto a la niñera.—Por favor, llévatelos —ordenó con un hilo de voz, tratando de mantener la calma.La niñera, sorprendida por el cambio de tono en la señora Vitali, obedeció de inmediato y condu
El caos se había desatado en el enorme salón de conferencias. Voces y flashes de cámaras se mezclaban en un estruendo ensordecedor mientras los guardias de seguridad escoltaban a Massimo fuera del recinto. El hombre mantenía la cabeza erguida, aunque la sombra de la traición y la humillación pesaba en sus hombros como una losa. Los murmullos de los periodistas y el público resonaban con un eco mordaz, cada palabra era un dardo en su orgullo.—¡Massimo, ¿qué tienes que decir al respecto?! —gritó un reportero, extendiendo su grabadora por encima de la multitud. Otros periodistas lo imitaron, empujándose y estirándose para capturar el rostro del empresario caído en desgracia.Massimo no respondió, se mantuvo firme, como su padre le había enseñado a mostrarse delante de cualquier adversidad. No porque no tuviera qué decir, sino porque las palabras se atascaban en su garganta, bloqueadas por la furia contenida y la incredulidad que lo atenazaban. Sus ojos, verdes y penetrantes, buscaron un
El Los murmullos y exclamaciones llenaban la sala de juntas como un enjambre de abejas furiosas. Ricardo Agosti, patriarca de una de las familias empresariales más influyentes, golpeó la mesa con la palma abierta, buscando silenciar la cacofonía. Los socios se interrumpieron un momento, pero la tensión seguía viva en el aire como una chispa a punto de encender una mecha.—¡Señores! —tronó Ricardo, su voz grave y rasposa como un trueno contenido—. Entiendo su preocupación, pero esta situación no se va a resolver si perdemos la cabeza.Las miradas se clavaron en él, algunas con escepticismo y otras con temor. Ricardo había construido su imperio con sangre, sudor y una voluntad de hierro, y en ese instante sus ojos verdes lanzaban destellos de una promesa que nadie quería poner a prueba. Sin embargo, el murmullo no cesó del todo. Un hombre de cabello canoso y traje a rayas se levantó.—¿Cómo se supone que mantendremos la calma, Ricardo? ¡La reputación de la familia Agosti y nuestras inve