Como cada mañana, Arnulfo despertó entre los cantos de los gallos y el evocador aroma de las rosas y tulipanes que perfumaban el viento que amigablemente se colaba por las ranuras de la ventana. Orgulloso de su magnífico jardín, respiró gustoso el perfume de las flores y salió al patio a admirar el fruto de su trabajo. Arnulfo poseía el jardín más hermoso de Xochitepec .
Con mano firme arrancó las hierbas intrusas que por las noches brotaban intentando extinguir la armonía de las flores y los árboles frutales; cuando la tarea fue concluida, siguió con el embellecimiento y mantenimiento del pequeño huerto de jitomates, pimientos y verdolagas. Alimentó y aseó a los perros a los que alguna vez vagabundos les brindó el refugió y calor de su pueblerino hogar. Y si no fuera tarea suficiente para una rutina matinal, el gallinero también recibió la visita de la ordenada mano de este hombre.
Una vez cumplido los deberes matutinos se bañó y cambió sus ropas. Momentos después cogió su carrito de paletas para recorrer las coloniales calles de aquel pueblo del estado de Morelos. Recorrió tierra verde hasta llegar al palacio municipal y su plaza, saludando a propios y extraños que se cruzaban en su camino.
El hombre era bien conocido por los empleados del gobierno del municipio, los locatarios y las parejas de Jóvenes enamorados que contemplaban con jubiloso éxtasis los prados, el verde de los cerros y los tejados de las casas de Xochitepec hasta donde la vista desde el mirador de El Cerrito podía dar. El cielo del centro de México juguetea cuando el buen tiempo lo permite entre el azul liso y blanco algodonado. Los enamorados jóvenes e inexpertos se muestran constantemente su cariño con el frenesí de los que descubren el talento de los labios.
Colocó su cartulina limón fluorescente, pintoresca y llamativa, que atraía la atención de los clientes que con la lista de sabores y precios de sus productos; delicias artesanas: helados y paletas de nanche, guayaba, café, limón, fresa, maracuya y otros tantos deliciosos sabores. Sus clientas frecuentes: Acacia, Daniela, Mariana y Tayde, un grupo de muchachas estudiantes del CETis 43 que además de deleitarse con las refrescantes paletas los viernes por la tarde, disfrutaban de las fantásticas charlas e imaginativos relatos del paletero. En una de sus tantas visitas les contó Arnulfo una nueva historia, que al igual que las anteriores, les pareció bastante absurda y entretenida; tan bien narrada que le espantaría la paz a cualquier niño pequeño. Desgraciadamente el escaso vocabulario aplicado en su conversación no llenaba el interés de adolescentes y adultos más que para reír un rato y llevarse un buen momento entretenimiento.
—La mañana pasada —comenzó a narrarles —antes de salir decidí redactar una carta a Satanás. Le reté abiertamente. Le dije que puedo realizar cualquier tarea que me encomiende, y si no lo logro, seré su esclavo… el sirviente más desdichado y castigado, y limpiaré sus cuernos al final del día mientras sus más horripilantes arpías me laceran la espalda a latigazos.
Esta era la idea mas absurda y disparatada que el Paletero había inventado, por lo que la reacción de las chicas fue la de arremeter contra la narración con preguntas cargadas de sarcasmo.
—Y… ¿Ya recibiste respuesta? — preguntó Acacia, invitando así a las demás chicas a imitarla.
—No, no he recibido respuesta; y para ser sincero, dudo mucho que Satanás venga por aquí —repuso Arnulfo en un tono triunfal—. Además me han dicho que se aparece mucho por Temixco , y yo allá soy muy conocido por mis aventuras. Tal vez Satanás haya escuchado de mí en alguna de sus apariciones y le temblaron tanto la cola y las patas del miedo que decidió quedarse sentado en su trono de piedra.
—¿Cómo hiciste para mandarle la carta al diablo? —Le pregunto Daniela mientras mordía el último trozo de su paleta.
Dudoso, el hombre le respondió:
—Se la mandé con una paloma mensajera que entrené desde pequeña para llevar el mensaje al infierno.
Tayde rió por lo bajo antes de hacer una simsimpática.servación a su amigo Paletero:
—Pero las palomas vuelan ¿no está el infierno bajo la tierra, en el centro del planeta? ¿ Cómo esperas que Satanás la lea si anda viajando por el aire?
—¡Sí! —interrumpió inmediatamente Mariana—, deberías enterrarla y dejar que los gusanos se la lleven.
Sin más comentarios, las muchachas se despidieron de Arnulfo dejándolo cargado de preguntas; buscando ideas nuevas para perfeccionar su reciente invención.
Tiempo después, en el frío refrescante de una noche lluviosa, Arnulfo escribía sus fantásticas historias en hojas sueltas de un blog desprendido; en medio de ellas reposaba el borrador de la carta a Satanás que supuestamente había enviado atada a la pata de una blanca paloma mensajera. El calor primaveral del estado de Modelos le obligó —a pesar de la lluvia — a mantener la ventana abierta; hecho que una agresiva brisa aprovecho para irrumpir en el interior y lanzar sus notas por el lodo acumulado en el jardín.
Durante la mañana, ya con la lluvia extinta y la iluminación natural del sol, Arnulfo se dedicó a recoger las hojas que sobrevivieron a la tormenta. Cuando terminó de recoger el desorden notó que algo raro ocurría entre las flores, pero a pesar de su extenso conocimiento en el cuidado del jardín, no supo a ciencia cierta de qué se trataba; parecía que algo las preocupara. —he trabajado mucho, necesitó tomar vacaciones —se dijo, y volvió a sus rutinarias actividades.
La primavera llegó a su fin. En medio de los días calurosos del verano terminó el ciclo escolar dando paso a las esperadas vacaciones estivales. Los jóvenes se divertían nadando en los balnearios, se reunían para el romance y la fraternidad en el mirador de El cerrito, salían de viaje de placer o para visitar a familiares en sitios lejanos, y en algunos casos… trabajar. Arnulfo, por su parte, dedicaba el día entero a vender sus paletas a propios y turistas y cuidar de su jardín. Seguía notando algo muy raro entre las flores: lucían usualmente deprimidas, sin su belleza cotidiana; pero Arnulfo prefería creer que el aumento en el calor durante el último año tenia algo que ver con el cambio de ánimo de sus flores.
Fue un lunes durante el mantenimiento matutino que contemplo el deprimente cementerio de flores marchitas, la mayoría de su jardín estaba totalmente seco, como si hubieran sido quemadas a propósito. Entre ellas, alejada de las flores todavía sanas crecía una raíz de forma y textura extraña similar al terreno erosionado que se desmorona al igual que la raíz al ser tocado, de color rojo intenso. Arnulfo jamás había visto nada parecido. De las costras le salían pequeñas ramificaciones mientras que el suelo fangoso se había secado. Tristemente el Paletero se colocó los guantes de jardinería, y enfadado arrancó la raíz del piso. De ella broto un líquido viscoso y amarillo, tan pestilente como una herida infectada y putrefacta. La tapó con cal aterrado por semejante suceso y continuó su día como si nada inusual hubiera ocurrido.
La raíz apareció de nuevo. Durante el aseo matutino la descubrió ahora más alta y gruesa: volvió a arrancarla y cubrirla para salir enfadado a vender sus paletas.
La invasora insistió en aparecer de nuevo cada mañana, y cada mañana era arrancada por el encolerizado Paletero. Arnulfo olvidó sus paletas por unos días, y los dedicó enteramente al ensayo de métodos para deshacerse de aquella horripilante raíz roja: intentó quemarla, pero fue inútil; intentó cercenarla con cerruchos y hachas, pero volvió; incluso compró líquidos y polvos que matan hierbas malas, pero no funcionó.
La raíz roja continuaba apareciendo.
Al décimo amanecer desde que surgió, Arnulfo tomó la decisión de poner fin de una buena vez al problema de la intrusa mata flores. Agarró pico y pala para quitar la tierra y buscar el origen de tan repugnante aparición.
La tarde estaba por terminar, y no dejaba el hombre de sacar cubetas llenas de tierra y pedazos asquerosos de raíz roja sin encontrar rastros de su procedencia. Seguía escarbando y sacando tierra, y cada vez el agujero se volvía más profundo, al grado tal, que necesito de la escalera y una polea para continuar su trabajo.
Apareció la noche, y luego el día se asomó nuevamente encontrando a un fatigado trabajando tras una incógnita, hasta que el sol del mediodía le venció. Se cobijó con sus brazos y tierra para perderse en el profundo letargo en la comodidad de aquella madriguera.
Despertó apartado del tiempo transcurrido sintiéndose más relajado y enérgico. No logró enfocar nada, el aire que respiraba dejo de ser puro y limpio: era viejo y pesado. Ya no estaba mas en el agujero que había escarbado. Había descendido mucho y por muchas horas… cientos de metros bajo la superficie de Xochitepec por una serie de cavernas y túneles subterráneos. Supuso que había sido arrastrado por los sonidos que escuchaba a su alrededor, raptado con cautela por criaturas subterráneas que no podía ver, pero si escuchar su respiración cerca… muy cerca.
Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó un encendedor; encendió la llama y miró atónito a la criatura frente a sus ojos. Se trataba sin duda de uno de sus captores; una criatura nunca vista en el mundo exterior. Aquel rostro le sonreía con demoniaco interés con el hocico enorme, relleno de hileras interminables de miles de filosos colmillos cuál navajas intentando salir desde la garganta de aquel monstruo que le contemplaba con enormes y profundo ojos negros; sonriendo con idiota fascinación, respirando lento frente a su rostro con la faz de murciélago.
Inmóvil, Arnulfo evitaba mostrar una sola gota de hostilidad. Seguía iluminando a la criatura, observando su cara y su cuerpo humanoide. Miraba cada detalle de la criatura que pudo iluminar con el encendedor; notó que la luz no parecía molestarle, sino causarle una enorme curiosidad. El miedo a la reacción de aquel ser le paralizaba la columna vertebral.
El ser se acercaba cada vez más.
Aunque se mantenía estoico, sentía temor por su vida, ignoraba que reacción tendría aquel ente frente a un movimiento violento.
Un espasmo hizo que la mano le temblara, y con ella el fuego del encendedor. La criatura, fascinada por aquel resplandor, tenía pasmado el semblante con una sonrisa infantil de interés a la nueva experiencia.
Atnulfo contuvo la respiración mientras movía lento la luz. Sabía que aquella era la única oportunidad que tendría para salir de ahí… pero ¿cómo? El tiempo sería escaso y desconocidas las salidas y los caminos. Corriendo en aquella oscuridad, seguro caería en una zanja y chocaría con las paredes antes de llegar a algún punto iluminado.
Su respiración aceleró…
Con la mano derecha sostenía el encendedor tratando de que no se pagara, mientras sacaba con cautela su pañuelo de la bolsa trasera del pantalón. Arrugó con fuerza la prenda y la colocó sobre la flama a fin de hacer emanar más luz… la criatura permanecía atónita ante tal espectáculo. Arnulfo recobró la entereza y lanzó el pañuelo en llamas tan lejos como pudo. La criatura se lanzó tras ella junto con tres seres más que el paletero no había visto.
Aprovecho el momento para escapar a ciegas entre las sombras, sobre un piso lleno de baches y obstáculos. Chocó varias veces contra muros de roca mientras se apartaba de la luminosidad del fuego. Corrió tan aprisa como le fue posible hasta que una garra filosa le aprisionó el tobillo, tirándolo al suelo, golpeándose el rostro y sangrando por las heridas. Su instinto tiro una certera patada al rostro del invisible ser que entre la penumbra pretendía morderle la pierna.
Gritos y aullidos resonaban en el eco de las cavernas de las entrañas del mundo. El hombre de xochitepec corría despavorido, sorteando a oscuras las dificultades del camino. Los seres monstruosos estaban muy cerca, los escuchaba tras su espalda, sentía su hambre y su enojo. Las heridas y fatiga levantaban una muralla para su escape. Se alimentó de desesperación; el llanto le robaba aire para respirar. Moriría ahí bajo el suelo de su amado municipio de Morelos. Extraviado para los de arriba. Uno más que nunca volvió.
Tropezó con una roca que lo lanzó a una estrecho agujero por el cuál logro espacar lanzando gritos de dolor al chocar sus heridas con las rocas. El lastimero sonido rebotó en los muros de la oscuridad confundiendo la ecolocación de sus cazadores.
Arnulfo perdió el conocimiento y descendió durante un considerable lapso hasta caer en un lago subterráneo que le despertó con su frío líquido. Nadó ciegamente buscando la orilla próxima. Cuando llegó a ella se ocultó tras lo que su tacto le indicó era una roca muy grande, esperando inmóvil y silencioso se encomendó a la esperanza de que las criaturas no pudieran escuchar los latidos de su corazón. Respiró: extrañamente el aire no era tan viciado; se movía, era fluido y limpio.
El miedo aunado al tiempo y el cansancio le indujeron pesadez en los párpados; lo abrazó el sueño y se perdió en el dulce letargo.
Cuando despertó intentó prender su encendedor, pero no funcionaba ya. Forzó sus ojos a acostumbrarse a la penumbra, pero la naturaleza no le había dotado de ciertas facultades. Recorrió sus ojos por el sendero de las sombras y solamente encontró oscuridad.
Observándolo con afanoso interés, un par de ojos brillantes le vigilaban. ¡Vaya pánico que sintió nuestro protagonista en aquel momento! Las criaturas habían vuelto y eran miles… pues como aparecen las estrellas en el firmamento, fueron apareciendo incontables pares de ojos hasta dónde el entendimiento le permitía apreciar.
Los ojos se cerraron reviviendo la penumbra del inframundo.
Una luz conocida se acercaba a él. Parecía una vela. Un objeto conocido en medio de tanta incertidumbre. Su portador no causó miedo a Arnulfo. Un infante ser de ternura se acercó, con la faz de becerro con expresiones humanas y el cuerpo desnudo de un niño. Caminaba erguido y poseía dedos al final de sus extremidades. Esbozó una sonrisa que tranquilizo la existencia del paletero.
Y bajando las orejas y la cabeza a modo de respeto, se dirigió a él.
—Mucho se ha escuchado de usted últimamente en estos lugares, señor Arnulfo. Sabemos que usted a derrotado vampiros, momias y otros entes allá arriba, en la superficie. Y ahora viene con magnanimidad a liberarnos de las consecuencias de los actos de nuestras madres. ¡Bienvenido sea el redentor de los no nacidos! —gritó al vacío oscuro y levantó la vela como una señal. Paulatinamente se encendieron más velas que rebotaron su luz en colosales cristales; algunos tan grandes como edificios e inmensos como montañas. Una gran hoguera proveyó de luz a la descomunal cámara donde se encontraban.
Sobre los cristales, con las velas ya apagadas estaban miles, o quizás millones de aquellas hermosas criaturas.
Arnulfo se incorporó atónito, y con tristeza levantó la voz hacia todos aquellos que esperaban respuesta.
—¡No soy lo que ustedes piensan de mí…! No he hecho cosa alguna de las que han escuchado y no soy su redentor! Estoy aquí, perdido, pues he seguido una raíz roja que encontré en mi jardín. La arranqué y volvió a crecer, la arranqué de nuevo y volvió a crecer; por eso escarbé, para seguirla, pero me dormí… y me capturaron aquellas criaturas.
—El pequeño frente a él ahogó un profundo grito de terror. —Esas criaturas son nuestros celadores: cuidan que nosotros no salgamos de este sitio hasta que llegue un nueva oportunidad para ver la luz; pero eso puede tardar muchos años. Esto es el limbo. Aquí vivimos los sueños olvidados, los que no lograron nacer. Estamos aquí los que estorbamos los planes y la juventud de nuestras madres, los que morimos sin derechos ya que unos pocos decidieron que era correcto hacerlo. Nos asesinaron como una solución mucho más simple. — señalo sin prejuicio a un pequeño muy cerca de ellos—. Él es de los recientes… usted conoce a su madre, eso nos ha contado. Su madre le compraba paletas y escuchaba sus historias… ¡Él también comía de sus paletas y escuchó de sus hazañas!... ¡Usted es Arnulfo de Xochitepec, el redentor que cavó para bajar al inframundo y acrisolar el infierno!
Lloró, sin embargo la verdad se cimentaba mejor que cualquier falsa esperanza en aquel agónico momento.
—No soy el redentor que esperan —les reveló —Mis proezas sólo han sido en palabras sin veracidad para entretener a mis clientes y matar el tiempo de aburrimiento. No hay monstruos allá arriba. No soy un ser más importante que los otros humanos de la superficie. Lamento que se hayan creado ilusiones falsas sobre mí.
El recinto se llenó de llantos infantiles. La tristeza y desesperanza se trago el sonido.
Se dirigió el hombre al pequeño que había sido señalado. —No sabía que alguna de mis clientas estuviera encinta… ¿Qué te ocurrió a ti pequeño?
—Mi mamá se enteró que yo existia… ¡iba a tener Un hermoso cabello rojo, pero a ella no le importó; a ninguna de las madres de los que estamos aquí les importó. ¿y dice usted que no existen monstruos allá arriba?
Entre su llanto, Arnulfo intentó encontrar alguna palabra de aliento para aquella miserable criatura, pero no existen palabras que consuelen el dolor profundo contra las acciones desalmadas de las personas.
Buscó en los alrededores algún punto cualquiera para cambiar la conversación, pero sólo había rostros de tristeza. Observaba el penoso entorno hasta que sus ojos descubrieron entre los cristales la raíz que había causado tantos problemas. Ahora era sumamente gruesa y fuerte; tanto que se podía caminar sobre ella sin causarle ningún daño al igual que un tronco derribado. Serpenteaba entre los cristales hasta perderse en la sombra de una gruta.
Arnulfo se levantó y caminó hasta ella dejando atrás los lamentos infantiles de las almas que le rogaban, previniéndole, que si se dirigía ahí sería capturado.
Llegó a la entrada de la gruta. Era oscura y no podía ver mas allá de sus párpados. Pensó en iluminar un poco con el encendedor, pero recordó que ya no servía, así que se llenó de valentía y dio un paso hacia adelante. Entonces se detuvo repentinamente para mirar a las criaturas que dejaba atrás.
—No se preocupe por ellos señor, les llegará el momento de ver la luz del sol y todo pasado habrá sido olvidado. Usted viene de arriba y sabe que hay cosas peores en el mundo que el encierro que ellos tienen. — le cortó el paso saliendo de la gruta un demonio repugnante, enano, tuerto, calvo, gordo y horripilante. — Bienvenido sea señor Arnulfo a una de las entradas del infierno. Me envía la suntuosa Luz Bella a informarle que lo espera en su gran trono de piedra; lo conoce y desea audiencia con usted. Sígame y por favor no se separe. Aquí hay cosas que no han visto a un vivo en siglos.
Entraron al infierno dejando atrás los lastimeros gritos que despedía el limbo.
El viaje dentro de la gruta fue corto. Al detenerse frente a la puerta en llamas le lastimaron los oídos el ladrido de ultratumba del perro colosal de tres cabezas. El enano invocó a algunas almas que flotaban cerca para servirle de alimento y dejarlos pasar. —No tema por las almas señor Arnulfo, el perro las defecará en su momento y podrán seguir cumpliendo su tormento. En este lugar el dolor físico en una cosquilla con pluma comparado al mal que le causamos a sus mentes. El dolor interno y emocional va más allá en intensidad que quemarles los genitales una y otra vez. El peor tormento es la desesperación y la incertidumbre. —Le narró con entusiasmo el enano.
Dentro del infierno Arnulfo caminó con cautela. Las almas que ahí sufrían se arrastraban en una vomitiva mezcla de llamas, magma, rocas y dolor. Miró con impotencia el daño que sufrían: la expiación eterna de una vida de pecado. El asco continuó en las cámaras de tortura y las mazmorras de aquellos que estaban en juicio o esperaban sentencia; en su interior, demonios aterradores y deformes les propinaban azotes, insultos e intimidaciones; les lanzaban piedras y caca. Un alma maldita únicamente puede aspirar al aumento de su dolor.
Tras casi medio día de camino llegaron a una planicie de cenizas y fuego donde el aire era putrefacto y más antiguo que la vida. En el centro de aquel lugar de tormentos una enorme montaña se erguía con magnánimo existir. En la cima de su existencia un remolino de nubes negras giraba eternamente lanzando rayos y truenos. Se posaron en un plataforma de obsidiana mirando a lo alto de la montaña.
El demonio, con aterrador respeto se arrodilló y dijo:
—Aquí estoy, amo; aquí estoy con éxito, con tu encargo… traje ante ti, ante tu forma física a aquél que escribió de su puño y letra la carta que llegó entre el lodo a manos de tus súbditos… ¡Aquel que a costa de tu honor habló en la tierra y afirmó que saldría victorioso de cuánto le mandares! ¡He traído al gran Arnulfo de Xochitepec!.
La montaña retumbó desde sus entrañas haciendo temblar el infierno entero. Las piedras que le cubrían se deslizaron por sus laderas. Entonces colapsó. Los demonios y ánimas que se encontraban cerca huyeron; algunos fueron devorados por el fuego que emanó de las profundas grietas y socavones que el suelo creó.
Arnulfo quedó inmóvil en su posición, mirando pasmado las enormes alas que se abrieron a los costados de la gigantesca mole de piedra y que proporcionaron de penumbra todo bajo de ellas. El rey y creador del mal se estiraba orgulloso frente a la mirada de terror de los que se atrevieron a verlo. Roja su piel como la sangre recién derramada, de colosales cuernos y cuerpo poderoso; tan alto que no se podía ver su rostro, que estaba miles de metros de distancia.
Un sonido espantoso como el chillido desgarrador del frío presidió a la potente voz del diablo —Así que tú eres… el grande. ¡El injuriosos! —retumbó su voz en cada rincón del inframundo —. Tu epístola llegó a mí, y es obvio que tú, alfeñique, nunca imaginaste llegar a este dilema. Sin embargo tu reto me es interesante y por ello te propongo lo siguiente: Serán tres los retos que tendrás que cumplir con éxito; si los cumples serás aclamado y respetado por los demonios y ánimas del infierno, empezando por mi simpatía. No tendrás que temer nunca por volver a visitar el infierno o sufrir la pena de algún pecado en tu contra, pues tendrás permiso de pecar y serás excento de cualquier pena hacia ti. Pero si fallas, serás azotado de día y noche por mis más horrendas arpías mientras limpias con devoción mis cuernos… exactamente como tú lo escribiste. Además desaparecerás de todo recuerdo de quién te conoció en la vida mortal. Nunca habrás existido en el mundo.
Sea por su escasa experiencia o por miedo, aceptó Arnulfo. Con el ánimo exiliado recibió las indicaciones de los reto que la voz de Satanás hizo atronar en el infierno:
—Del infierno saldrás; no a pié, no en vehículo alguno. Saldrás volando a buscar entre las monarquías a un rey de sangre literalmente azul. Le quitarás su corona, y en un cráneo de unicornio lo presentarás ante mí.
Arnulfo se agachó desilucionado y esperó la segunda imposible prueba.
—Esta vez puedes caminar, llegar a la Antártida antes del siguiente cuarto menguante. Le enseñaras a un pingüino a cantar una alabanza a mí y a ondear una bandera con escudo de la imagen exacta de tu dios.
Las ánimas del infierno disfrutaban ver a Arnulfo cabizbajo y sufriendo un inexplicable temor, llorando en silencioso su derrota y arrepentimiento. Los cuentos que contó a los adolescentes le habían conducido sin esperarlo a este atroz final, a esperar la última e imposible prueba del Diablo.
—Por último Arnulfo, ve al cielo, mezclate con los ángeles y dile a Dios que te manda el verdadero señor de la eternidad. —Un murmullo de los presentes acompañó el llanto silencioso del humano— Tu actitud es verdaderamente despreciable ¡Retas al rey de las tinieblas, llegas aquí y no dices una sola palabra ante los desafíos que te he impuesto! Eres solamente un humano… ¡Un humano idiota al igual que otros que han intentado traspasar el infierno para engañar al que inventó el engaño! Son imposibles para ti las empresas que te he mandado. No tuviste en mente la simple idea de fijar condiciones humanas para que mis pruebas fueran adecuadas para mortales y posibles, aunque complicadas para t y tus posibilidades. ¡Encierrenlo y que cumpla cuanto antes su sentencia!
En bullicio penetró forzoso en los oídos del pusilánime hombre, que incrédulo escuchó el veredicto entre burlas, insultos y carcajadas de los entes del averno.
Unas horas después Arnulfo se encontraba en la cima de la montaña limpiando los colosales cuernos de Lucifer. La espalda lacerada por los latigos precisos de tres arpías le sangraban día y noche, aun cuando descansaba de su expiación en la diminuta mazmorra húmeda y fría.
Llegó la oscuridad al infierno. Las noches eran heladas y pesadas. No comprendía el paletero que tipo de fenómeno causaba la transición del día a la noche en un lugar en el que jamás ha caído la luz del sol; de hecho ni siquiera le preocupaba. Era uno de esos escapes involuntarios de la realidad, como contar el goteo de las grietas de su prisión. Los demonios que habían ganado un poco de descanso dormían plácidamente. El bullicio incesante del infierno arrastraba los llantos y lamentos de los condenados. Para Arnulfo fue imposible caer en el sopor. Un sonido indescriptible de sufrimiento llenó el infierno con su doloroso rugido. Los habitantes de aquel lugar huyeron en busca de refugio; el pánico se contagió entre antiguos y recientes. Arnulfo experimentó el mayor miedo en su vida; detuvo a un alma que pasaba cerca cuyos oidos sangraban abundantemente.
—¿Qué es ese sonido de espanto? —Le preguntó.
—¡Es el dolor del diablo!... ¡El lastimero ruido de su dolor!. Nadie sabe por qué son sus gritos. Cuando llegué aquí eran una antigua leyenda. Pero un día aparecieron y cada vez son más frecuentes. Está ahí desde hace siglos, sentado en ese inmenso trono de piedra, cuál montaña. Nunca se levanta, nunca se pone en pie; sólo dicta sus órdenes y susurra secretos a los que les ordena subir a sus pesados labios.
Un grito más desgarrador continuó. Arnulfo no soportó el impacto y perdió el conocimiento.
Cuando despertó del dulce letargo, una intriga se abrazó a él. Estaba por amanecer (si es la formas correcta de llamar a la aparición de luz). Arnulfo meditaba algunos acontecimientos recientes mientras llegaba el momento que las arpías aparecieran.
Cuando terminó su nueva jornada de trabajo con la espalda lacerada, aprovechó el momento en que las arpías guardaban sus látigos para escapar y bajar a una de las orejas del lúgubre amo.
—Señor de los avernos, amo y luz bella del mundo. Sé cuál es el dolor que le hace gritar en las penumbras; es esa raíz roja que crece en mi jardín la que le causa tanto dolor. Llegué a este lugar por buscar su origen… ¡Esa raíz es su cola, que crece y crece por siglos de su inactividad! Busca llegar a la superficie y subsistir. Si me permite, señor, yo podría hacer que la raíz deje de crecer, y una vez sanada la herida el dolor no aparecerá más. Bastaría con seguir las instrucciones.
—¿Y qué deseas a cambio… mortal?
—Mi libertad y su perdón, solamente eso. Por otro lado, si no logro mi cometido le entregaré mi devoción y mi alma, por que el castigo que tengo no deja de ser sólo fatiga física. Y así su gloria aumentará.
—Mi gloria no crecerá con el alma de un idiota más. — Le respondió Satanás siguiendo con elevar su voz para penetrar cada rincón del infierno — ¡Se le otorgará al hombre vivo todo lo que pida, pues le he encomendado una nueva empresa en la que no se le azotará, intimidará ni insultara; y podrá caminar libre y seguro por mi reino hasta que dicte una nueva orden.
Pronto, Arnulfo fue conducido a las faldas de la enorme montaña. Un grupo de grotescos demonios del más alto rango esperaban dispuestos a cumplir lo que les ordenara. Sin perder tiempo los llevó al lugar exacto en que iniciaría su trabajo. Le proporcionaron hachas, machetes, sal en grandes cantidades y una enorme hoguera. Continuó con la petición a las arpías de volar a oídos de lucifer y entregarle su mensaje: “voy a comenzar y va a doler”.
Sacando a relucir sus dotes de jardinero, comenzó a cortar con ayuda de varios demonios aquella raíz roja, cercenándola cual enorme tronco. En cada corte salía un líquido viscoso y putrefacto que inundó el lugar hasta casi cubrirle los muslos. Los cortes continuaron con guturales gritos de ultratumba que hicieron retumbar el infierno.
Un día y medio tardó toda aquella obra entre los cortes y el drenado del líquido. Llegaban demonios a tomar el lugar de los fatigados. Arnulfo fuel único que trabajó sin parar. Al final quemaron la herida y la cubrieron con sal. La colosal mano de Lucifer cogió a Arnulfo y lo levantó frente a su descomunal rostro.
—Señor —habló el hombre con temor —Su cola creció y se convirtió en raíz debido a su inactividad. Me han contado que hace siglos no se levanta de ese trono. Mi trabajo terminó ya, y las indicaciones que le doy son la siguiente: Debe moverse de vez en cuando, levantarse de su trono, y así su cola no volverá a enraizarse. Para darle forma puede pedir a alguno de la artistas que aquí moran que lo haga, pues de paletas y jardines sé mucho, pero de darle forma a su cola lo ignoro todo.
Satanás ordenó preparar un banquete en agradecimiento, con manjares propios de la tierra y el infierno; degustó la carne de animales ya extintos. Los dragones avivaron el fuego con su aliento, y los más lujuriosos placeres se desataron desmedidamente para despedir como héroe a Arnulfo.
Las ánimas suipremas brindaban con un liquido verde que resplandecía. La escénica de las almas, dijeron por ahí. Los condenados recibieron el favor de ver triplicado su tormento. Los fuegos multicolores celebraron al hombre que bebía y pecaba en los placeres mortales con el permiso y cortesía de Satanás. Pero antes de vagar en la embriaguez, el diablo le impregnó en el alma las palabras que lo acosarían por el resto de su vida: “ Cumpliste, Arnulfo de Xochitepec; por ello te libero y dejo que subas de nuevo a la vida… pero, si mi cola vuelve a crecer pese a tus recomendaciones, ignoraré mi promesa y arrastraré tu cuerpo del purgatorio con mis propias manos a sufrir azotes de mis puños por el resto de la eternidad”.
A pesar de la amenaza la fiesta continuó hasta que la luz de la mañana rozaba suavemente la tierra caliente del Estado de Morelos. Lucifer ordenó llevar a Arnulfo a la superficie; dos topos enormes arrastraron al hombre a su tierra. Él, en tan deplorable estado de ebriedad no pudo indicarles el lugar dónde se encontraba su casa. Fue abandonado como desperdicio clandestino bajo el puente viejo, ahí durmió en la intemperie matutina hasta que el sol pesado del medio día comenzó a quemarle el rostro.
Despertó con el murmullo del agua del río y el sonido de la vida cotidiana. Se levantó con tambaleante esfuerzo y atravesó el campo hasta llegar a su casa y recostarse para dormir profundamente, cobijado por la seguridad de estar de nuevo entre vivos.
En la nueva mañana se levantó a temprana hora. Su cuerpo relucía abiertamente una resaca monstruosa que no le abandonaría pronto. Adolorido y sin ánimos, dejó sin cumplir sus tareas diarias. Tomó el resto del día para cubrir el agujero en el que inició su aventura y preparo por inercia sus paletas. Luego el robótico individuó volvió a la cama.
Un día después tomaba una ducha. Sentía en el agua millares de navajas recorrerle las heridas aun abiertas. Tomó su carrito de paletas y salió con dolor indescriptible a vender su producto. Fue el único medio que se le ocurrió para tratar de olvidar tan espantoso episodio.
Por el centro pasaron Acacia y Tayde a comprarle paletas. Vieron al pobre hombre envejecido, enfermo y tan perdido en sus pensamientos que parecía apreciar el paisaje de un país lejano. Se atrevieron a preguntar lo que le ocurría y la razón había estado ausente un tiempo. Arnulfo sabía que en ellas podía confiar y les contó todo; desde la aparición de la raíz en su jardín, el encuentro con el mismo Satanás y la forma en que lo persuadió para dejarlo ir y cómo bebió junto a él.
Pero las jóvenes rieron tras el final de tan extaordinario relato. Le preguntaron si había pensado en escribir cuentos de miedo y le recomendaron que no bebiera tanto. Después dieron medía vuelta y comenzaron a marcharse cuando Arnulfo recordó…
—¡Niñas! —Les gritó —¿Por casualidad en el CETis hay alguien embarazada?
—Sí, Ana —Respondió Acacia — Pero creo que perdió a su bebé.
—Diganle por favor que su hijo hubiera tenido un hermoso pelo rojo —Les dijo mientras con llanto veía alejarse desconcertadas a sus clientas favoritas.
Las heridas de aquel hombre sanaron con en tiempo, pero su mente guardó para siempre los horribles recuerdos de su visita al infierno… encerrados en su alma.
Al cumplirse un mes de su regreso, Arnulfo instaló una lampara que alumbraría todas las noches el lugar en que un día apareció la raíz roja. Por el resto de sus días despertaría por las noches en medio de gritos de pánico para asomarse con temor a la ventana y asegurarse de que la raíz roja no hubiera vuelto a crecer.
—Rodrigo, está bonito, ¿cuándo te lo compraron?—Me lo trajo mi papá en uno de sus viajes. Dice que es de última tecnología. Lo compró en Japón, en una tienda especializada. Se prende del botón rojo, luego te pones los audífonos y puedes escuchar a la gente que está lejos. Por este micrófono hablas y ellos te escuchan si están en la misma frecuencia.—¿Te pueden escuchar en Japón?—No sé, no lo he probado todavía, mi mamá no me deja usarlo porque no sabe qué vaya yo a escuchar por aquí, pero dice que cuando regrese mi papá lo voy a poder usar con él.— ¿A dónde fue tu papá?.—Viaja de negocios una o dos veces por año a varias partes del mundo, ahora le tocó ir a Los Ángeles. Me cuenta mucho de allá, de cómo es, de que la gente lo trata bonito, y que en algunas calles no necesitas hablar inglés por que todos hablan en español.—¿cómo van a hablar español si están en Estados Unidos?—No sé, pero me prometió que el próximo año me va a llevar a
El pueblo en el que Don Andrés vivía no existía en los mapa de México porque a nadie le había interesado ponerlo en ellos. A sus habitantes poco les importaba lo que ocurría en el “México exterior”. No contaba con servicios de comunicación o carretera alguna que los conectara con los poblados cercanos. Sólo cuando los niños subían al monte podían ver algunas luces moviéndose allá a lo lejos… muy lejos.Al igual que el resto del pueblo, don Andrés se alzaba el orgullo y el ego contando historias de fantástico interés propio, pero de poco valor entre las personas que rara vez le prestaban un poco de atención, además de haber abandonado hace mucho la juventud con la que tuvieran un poco de veracidad sus fantasías amorosas con las muchachas más distinguidas del pueblo; pues el hombre rebasaba los sesenta y cinco años y sufría, a sabiendas de todos, de una impotencia casi incurable.Un buen día don Andrés llegó a La Cantina del Rancho Alegre a convivir con sus compañeros
Una noche antes de que los hermanos López salieran a jugar en el bosque, el locutor de la radio había pronosticado tormenta eléctrica acompañada de lluvia de estrellas.Los padres de Jesús y Pancho, dos niños bastante tranquilos de nueve y siete años, les habían prohibido jugar en el patio de la casa ya que las gotas de lluvia comenzaban a caer con fuerte abundancia, invadieron en cielo con cortinas de suicida picada, y dejándose estrellar en el piso cubrieron el pavimento de caudales que bajaban armoniosos por las curvas calles del cerro. Fuertes eran los rayos que iluminaban con destellos azules el grisáceo cielo nuboso. ¡Crack! Destrozaban el cielo los truenos que siguen lentos al relámpago.Por desgracia para los observadores del cielo, habían caído del infinito millares y millares de pequeñas estrellas fugaces que por la densidad de las nubes se ocultaron entre la tormenta, apreciándose ocasionalmente alguna extraviada que mostró su belleza antes de desaparecer.
A mi tía Silvia “Chivis” que me contó su sueño.A la memoria de mi tio José Miguel Castillo.La noche en que fallecí no fue de aquellas noches en las que ocurren cosas extraordinarias ni de gran interés para el resto de las personas que seguramente dormían en sus hogares. Recuerdo que regresé a casa a la hora de costumbre, justo al marcar las delgadas manecilla las ocho en punto de la noche y el descanso prometido llegaba a mis fatigados ojos.Entré a casa sin ninguna nueva por contar, saludé a mi hija y a mi negro, que siempre me reciben con ternura tras la larga jornada de trabajo frente al computador, sufriendo el incómodo espacio que aloja a mis piernas bajo el escritorio. Me fui a dormir, a darle paso al deseado sueño sobre la suavidad de mi almohada, arropada por los cálidos brazos de mi esposo.Fallecí… y sin embargo no existían túneles de luz, ni ríos de almas que conducen al perro d
En el número quince de la calle de Fresnos vivía un anciano de egoístas y malvados sentimientos; un viejo catrín que gozaba de la buena vida y los placeres que el dinero podía otorgarle. Este hombre acomedido vivió en el escrupuloso arte de la seducción al cuerpo y corazón de las mujeres, a quienes atraía con la exquisitez de sus mentiras y corrientes detalles que las hacían caer rendidas a sus pies.Más de una perdió la vida tratando de olvidar los sueños que don Carlos le sembró en algún cabaret del centro de la capital; alegres ilusiones que les susurraba al oído en los contoneos del mambo, danzon o en la intimidad pública de los pasos cercanos del bolero romántico en las noches de copas libertinas. Todo auspiciado por la herencia obtenida en la temprana juventud. Don Carlos jamás experimentó la recompensa del esfuerzo en toda su existencia.La vida del anciano se regía por los lujos y los excesos, sin embargo las enfermedades de los años y las consecuencias de sus vi
La familia Duran venía de una genial linea de artistas, entre su linaje se encontraban: músicos, escritores, poetas, escultores, alfareros, bailarines, artesanos, etcétera. Leonardo Duran trabajaba haciendo vitrales, paisajes, retratos, escenas en vidrio. Su más esplendorosa creación se dio en las paredes completas que representaban la crucifixión de Jesús, totalmente formada por mosaicos con centenares de vidrios de todos los colores en los muros y techo de una iglesia en la provincia española. Justo en el momento de finalizar la trabajo, cuando la mostraba al público, subió al andamio para hablar de su obra maestra y accidentalmente golpeó con un balde uno de los vitales que cayó juntó con él artista, dejándolo incrustado del material de su creación en un lago de sangre y luces de colores que reflejaban los vidrios.Su nieto fue músico. Sebastián Duran compuso decenas de melodías fantásticas, pero nunca tuvo éxito sobresaliente; sus creaciones se limitaron a la pequeña comunida
A mis amigos: Héctor, Alvaro y Ángel.En especia a: Luis Eduardo Vazquez Cuellar.He sido siempre una persona introvertida. No conocí la verdadera lealtad de la amistad hasta que llegaron los primeros indicios de la pubertad y los términos de la adolescencia. Durante todo ese tiempo había sido siempre una persona absolutamente normal, común y corriente, sin nada extraordinario que contar. Tenía a mis amigos, una familia y decenas de proyectos de vida y como todo mundo, mis intereses ocultos. Sin embargo, cargaba con pequeñas variantes en mi comportamiento que me hacían un poco menos normal igual a los demás; por poner un ejemplo diré que no me avergonzaba el carecer de novia ni de haber besado todavía a una mujer por carácter de valor para dirigirme a ellas, o a la falta de algún interés específico que pudiera compartir. No necesitaba de narcóticos, hierbas o alcohol para disfrutar de la música y la gente que se congrega en el baile y las luces de los centros nocturn