En el número quince de la calle de Fresnos vivía un anciano de egoístas y malvados sentimientos; un viejo catrín que gozaba de la buena vida y los placeres que el dinero podía otorgarle. Este hombre acomedido vivió en el escrupuloso arte de la seducción al cuerpo y corazón de las mujeres, a quienes atraía con la exquisitez de sus mentiras y corrientes detalles que las hacían caer rendidas a sus pies.
Más de una perdió la vida tratando de olvidar los sueños que don Carlos le sembró en algún cabaret del centro de la capital; alegres ilusiones que les susurraba al oído en los contoneos del mambo, danzon o en la intimidad pública de los pasos cercanos del bolero romántico en las noches de copas libertinas. Todo auspiciado por la herencia obtenida en la temprana juventud. Don Carlos jamás experimentó la recompensa del esfuerzo en toda su existencia.
La vida del anciano se regía por los lujos y los excesos, sin embargo las enfermedades de los años y las consecuencias de sus vi
La familia Duran venía de una genial linea de artistas, entre su linaje se encontraban: músicos, escritores, poetas, escultores, alfareros, bailarines, artesanos, etcétera. Leonardo Duran trabajaba haciendo vitrales, paisajes, retratos, escenas en vidrio. Su más esplendorosa creación se dio en las paredes completas que representaban la crucifixión de Jesús, totalmente formada por mosaicos con centenares de vidrios de todos los colores en los muros y techo de una iglesia en la provincia española. Justo en el momento de finalizar la trabajo, cuando la mostraba al público, subió al andamio para hablar de su obra maestra y accidentalmente golpeó con un balde uno de los vitales que cayó juntó con él artista, dejándolo incrustado del material de su creación en un lago de sangre y luces de colores que reflejaban los vidrios.Su nieto fue músico. Sebastián Duran compuso decenas de melodías fantásticas, pero nunca tuvo éxito sobresaliente; sus creaciones se limitaron a la pequeña comunida
A mis amigos: Héctor, Alvaro y Ángel.En especia a: Luis Eduardo Vazquez Cuellar.He sido siempre una persona introvertida. No conocí la verdadera lealtad de la amistad hasta que llegaron los primeros indicios de la pubertad y los términos de la adolescencia. Durante todo ese tiempo había sido siempre una persona absolutamente normal, común y corriente, sin nada extraordinario que contar. Tenía a mis amigos, una familia y decenas de proyectos de vida y como todo mundo, mis intereses ocultos. Sin embargo, cargaba con pequeñas variantes en mi comportamiento que me hacían un poco menos normal igual a los demás; por poner un ejemplo diré que no me avergonzaba el carecer de novia ni de haber besado todavía a una mujer por carácter de valor para dirigirme a ellas, o a la falta de algún interés específico que pudiera compartir. No necesitaba de narcóticos, hierbas o alcohol para disfrutar de la música y la gente que se congrega en el baile y las luces de los centros nocturn
Como cada mañana, Arnulfo despertó entre los cantos de los gallos y el evocador aroma de las rosas y tulipanes que perfumaban el viento que amigablemente se colaba por las ranuras de la ventana. Orgulloso de su magnífico jardín, respiró gustoso el perfume de las flores y salió al patio a admirar el fruto de su trabajo. Arnulfo poseía el jardín más hermoso de Xochitepec .Con mano firme arrancó las hierbas intrusas que por las noches brotaban intentando extinguir la armonía de las flores y los árboles frutales; cuando la tarea fue concluida, siguió con el embellecimiento y mantenimiento del pequeño huerto de jitomates, pimientos y verdolagas. Alimentó y aseó a los perros a los que alguna vez vagabundos les brindó el refugió y calor de su pueblerino hogar. Y si no fuera tarea suficiente para una rutina matinal, el gallinero también r
—Rodrigo, está bonito, ¿cuándo te lo compraron?—Me lo trajo mi papá en uno de sus viajes. Dice que es de última tecnología. Lo compró en Japón, en una tienda especializada. Se prende del botón rojo, luego te pones los audífonos y puedes escuchar a la gente que está lejos. Por este micrófono hablas y ellos te escuchan si están en la misma frecuencia.—¿Te pueden escuchar en Japón?—No sé, no lo he probado todavía, mi mamá no me deja usarlo porque no sabe qué vaya yo a escuchar por aquí, pero dice que cuando regrese mi papá lo voy a poder usar con él.— ¿A dónde fue tu papá?.—Viaja de negocios una o dos veces por año a varias partes del mundo, ahora le tocó ir a Los Ángeles. Me cuenta mucho de allá, de cómo es, de que la gente lo trata bonito, y que en algunas calles no necesitas hablar inglés por que todos hablan en español.—¿cómo van a hablar español si están en Estados Unidos?—No sé, pero me prometió que el próximo año me va a llevar a
El pueblo en el que Don Andrés vivía no existía en los mapa de México porque a nadie le había interesado ponerlo en ellos. A sus habitantes poco les importaba lo que ocurría en el “México exterior”. No contaba con servicios de comunicación o carretera alguna que los conectara con los poblados cercanos. Sólo cuando los niños subían al monte podían ver algunas luces moviéndose allá a lo lejos… muy lejos.Al igual que el resto del pueblo, don Andrés se alzaba el orgullo y el ego contando historias de fantástico interés propio, pero de poco valor entre las personas que rara vez le prestaban un poco de atención, además de haber abandonado hace mucho la juventud con la que tuvieran un poco de veracidad sus fantasías amorosas con las muchachas más distinguidas del pueblo; pues el hombre rebasaba los sesenta y cinco años y sufría, a sabiendas de todos, de una impotencia casi incurable.Un buen día don Andrés llegó a La Cantina del Rancho Alegre a convivir con sus compañeros
Una noche antes de que los hermanos López salieran a jugar en el bosque, el locutor de la radio había pronosticado tormenta eléctrica acompañada de lluvia de estrellas.Los padres de Jesús y Pancho, dos niños bastante tranquilos de nueve y siete años, les habían prohibido jugar en el patio de la casa ya que las gotas de lluvia comenzaban a caer con fuerte abundancia, invadieron en cielo con cortinas de suicida picada, y dejándose estrellar en el piso cubrieron el pavimento de caudales que bajaban armoniosos por las curvas calles del cerro. Fuertes eran los rayos que iluminaban con destellos azules el grisáceo cielo nuboso. ¡Crack! Destrozaban el cielo los truenos que siguen lentos al relámpago.Por desgracia para los observadores del cielo, habían caído del infinito millares y millares de pequeñas estrellas fugaces que por la densidad de las nubes se ocultaron entre la tormenta, apreciándose ocasionalmente alguna extraviada que mostró su belleza antes de desaparecer.
A mi tía Silvia “Chivis” que me contó su sueño.A la memoria de mi tio José Miguel Castillo.La noche en que fallecí no fue de aquellas noches en las que ocurren cosas extraordinarias ni de gran interés para el resto de las personas que seguramente dormían en sus hogares. Recuerdo que regresé a casa a la hora de costumbre, justo al marcar las delgadas manecilla las ocho en punto de la noche y el descanso prometido llegaba a mis fatigados ojos.Entré a casa sin ninguna nueva por contar, saludé a mi hija y a mi negro, que siempre me reciben con ternura tras la larga jornada de trabajo frente al computador, sufriendo el incómodo espacio que aloja a mis piernas bajo el escritorio. Me fui a dormir, a darle paso al deseado sueño sobre la suavidad de mi almohada, arropada por los cálidos brazos de mi esposo.Fallecí… y sin embargo no existían túneles de luz, ni ríos de almas que conducen al perro d