Ricardo había buscado la felicidad desde hacía mucho tiempo. Para él, ese estado emocional no dependía de tener un buen trabajo o dinero en abundancia. Tampoco le brindaba mucha importancia al hecho de formar una familia, pues todas esas cosas las había tenido y no solo una vez, sino varias y en ningún lugar encontró la absoluta felicidad.
Es cierto que en ocasiones vivió momentos sublimes en su vida de superación personal y de mucho valor sentimental, pero como casi todo lo que nos gusta en demasía, fue más efímero de lo que le hubiese gustado y solo dejó en su espíritu inconforme el deseo de hacer eterno ese sentimiento; algo parecido a lo que experimentan las personas que disfrutan del consumo de drogas por unas pocas veces y luego quieren estar intoxicados siempre. Entonces, cuando ya tenía la edad suficiente para comparar y sopesar todas las experiencias vividas
Se acercaba a ella y al mismo tiempo se desaparecían el hombre elegante sentado a la mesa, el restaurante al aire libre, los camareros, los edificios y hasta los adoquines de la calle. Cuando llegó a su lado solo existían ellos dos flotando en un universo de colores y giraban como en un torbellino rodeado de fuegos artificiales. No podía despegar su mirada de esa fina y perfecta hilera de dientes blancos y brillantes que se asomaban tras la sonrisa más encantadora que jamás vio en persona alguna. Ya habían hablado mucho durante esa semana, ahora solo se miraban extasiados el uno con el otro, reconociéndose como dos seres predestinados a estar juntos para siempre.— ¿Firmamos los papeles? —les trajo a la realidad una voz profunda, pero amable.Después de unos segundos de desorientación, Ricardo asintió con la cabeza y le ofreció una silla a la mujer. Se sent&oacu
Todo lo que se alcanzaba a ver estaba sumido en un blanco tan puro y radiante, que costaba trabajo mirar sin cerrar los ojos. Las montañas que cerraban el paisaje en la distancia, lucían un color azulado, solo dos tonos menos que el limpio cielo, pues reflejaban parte de su grandeza. Una silueta se veía avanzando trabajosamente por entre el metro de nieve que había caído la noche anterior. Venía saliendo de un denso bosque y atravesaba la llanura que separaba el puesto militar de Ford Dale, de las inhóspitas tierras del oeste del nuevo estado, recién formado por decisión del gobierno federal.La figura humana guiaba a un caballo que obedecía trabajosamente, jalándolo por las bridas y obligándolo a arrastrar un trineo con una voluminosa carga encima. Todavía la nieve no se había asentado lo suficiente y tanto el animal como la carga se hundían, dificultando aún m&aac
—Lo vi en medio de la noche, me desperté por el frío en mi espalda y me di la vuelta para calentarla. Pensé al principio que era un retazo de sueño, por lo que, lejos de extrañarme, me puse a admirar semejante aparición; pero fueron pasando los minutos y lo que quedaba de atontamiento se despejó en mi mente. Entonces presté atención con cuidado. Estaba a solo cinco yardas de mí, quizás buscando los restos de nuestra cena o un poco de calor de la hoguera. El destello de su pelaje, que reflejaba las llamas del fuego, parecía el resplandor del oro en la oscuridad de una mina; sus ojos titilaban igual que estrellas y en ellos podría jurar que vi los de hombre, llenos de nostalgia y tristeza mientras miraba el improvisado campamento. Era enorme, mucho más grande que todos los lobos que había visto en mi vida y más que todos los que vi después, vivos o muertos. No o
Le habían sujetado los pies, las manos y la cabeza para inmovilizarlo. El verdugo enmascarado le miraba fríamente, el cabello oscuro y su piel morena denunciaban su origen. Se encontraba en un lugar que nunca había visto antes, pero que conocía muy bien. Muchos le hablaron de este sitio que, por suerte, nunca se cruzó en su camino. Sin embargo siempre estuvo consciente de que un día podía terminar aquí. Sabía, sin duda alguna, que no podría soportar lo que le hiciesen ni siquiera tomando algún narcótico de los que le recomiendan a uno cuando se decide a transitar por esa aventura, o mejor dicho, tortura.Todo era blanco, escrupulosamente blanco, lo que lejos de calmarle le ponía más nervioso. Si al menos fuese un calabozo, oscuro y con cadenas colgando de las paredes, uno sabría qué esperar, sabría que no existe la más mínima esper
Era una fría mañana de Marzo (tan fría como puede ser una mañana en La Habana), el abogado Ángel Cabreras se dirigía a su auto nuevo. Hacía dos semanas que lo había comprado y le encantaba sentarse en su interior cuando el sol aún no lo calentaba. El olor a cuero nuevo le traía recuerdos de su infancia. A los cinco segundos de cerrar la puerta algo lo incomodó. No sabía cuál era la causa, pero definitivamente había algo fuera de lugar, algo extraño. Extendió su mano con la llave hacia el chucho de encendido, en ese instante se produjo un cambio de ambiente repentino, magnético, mortal. Se le erizó toda la espalda hasta la nuca y un calor casi volcánico le subió desde los testículos por el abdomen hasta las orejas. Era la adrenalina en su sangre que le avisaba. Su cerebro se lo advirti&oacut
El asesino sintió que las tripas le pesaban como si hubiese comido plomo. El dolor de la herida desapareció y se sintió el hombre más poderoso del universo, casi como un Dios, quien tiene en sus manos los destinos de los mortales, tomando o despreciando la vida con igual indiferencia. Le pasó la mano ensangrentada por el cabello rubio, manchándole con girones rojos desde la frente hasta la nuca, por donde lo tomó y arrastró hasta el cuarto sin resistencia alguna, el miedo le impedía al niño mover los pies o articular palabra. Lo tiró boca abajo en la cama, le arrancó el piyama de un zarpazo y lo violó. El chico no tuvo ninguna oportunidad, la fuerza era demasiado desproporcionada, sólo sus pequeños brazos podían moverse debajo del aplastante peso. Una mano de gigante le presionaba la carita contra la esponjosa y olorosa almohada de mam&aa
Tocaron a la puerta tan fuertemente que toda la casa, herméticamente cerrada, retumbó como un tambor de guerra. Despertó unas centésimas de segundo después de su mujer, quien le miró con los ojos como platos decorativos y la boca abierta en señal de miedo y desconcierto. Trató de calmarla tomándole las manos. —Despierta a la niña y vayan al cuarto de seguridad, yo veré quien es. Un segundo terremoto sacudió otra vez la casa. Esto, lejos de alarmar al eminente científico y erudito lo calmó, pues si fuesen terroristas o enemigos tratarían de abrir por la fuerza y no tocarían a la puerta, si a eso se le podía llamar tocar. Se envolvió en la bata de baño, abrió la mesita de noche y desenfundó una Smith and Weston plateada. Saliendo de la alcoba se cruzó con su esposa, que iba en dirección del cuarto de pánico con la niña en brazos, dormida como un angelito. Había tenido un día duro en el parque de diversiones y estaba muerta de cansancio. La madre se alarmó al ver
Ya la duda y la incredulidad habían desaparecido en la mente del científico y ahora el entusiasmo y la curiosidad le carcomían por dentro. Quería gritarle a su colega que se apurara, pero se pudo contener el tiempo suficiente para que el doctor Benjamín diera las órdenes para encender los equipos de la nave.—Solo podemos suministrarle electricidad por quince minutos, consume más energía que la producida por una de nuestras plantas nucleares.—Por eso son frecuentes los apagones desde hace un año y no por ataques de Hamas como se dice en los medios.—Muy bien, doctor, muy bien. Pero ya podemos hacerlo por ese tiempo sin afectar el servicio normal y no levantar sospechas. Ya viene, esté atento para que no se pierda detalle.Las paredes blancas comenzaron a brillar tenuemente, los paneles delante de los asientos se llenaron de teclados y símbolos, de botones y dib