EL ASESINO 1

  Era una fría mañana de Marzo (tan fría como puede ser una mañana en La Habana), el abogado Ángel Cabreras se dirigía a su auto nuevo. Hacía dos semanas que lo había comprado y le encantaba sentarse en su interior cuando el sol aún no lo calentaba.

  El olor a cuero nuevo le traía recuerdos de su infancia. A los cinco segundos de cerrar la puerta algo lo incomodó. No sabía cuál era la causa, pero definitivamente había algo fuera de lugar, algo extraño. Extendió su mano con la llave hacia el chucho de encendido, en ese instante se produjo un cambio de ambiente repentino, magnético, mortal. Se le erizó toda la espalda hasta la nuca y un calor casi volcánico le subió desde los testículos por el abdomen hasta las orejas.

  Era la adrenalina en su sangre que le avisaba. Su cerebro se lo advirtió, pero su cuerpo fue demasiado lento para seguirlo. Aún con la mano extendida, vio pasar frente a sus ojos en dirección al cuello, un fino alambre que al momento comenzó a apretarle. La lucha duro apenas un minuto, pero para el abogado y su asesino fue mucho más tiempo. La fuerza que lo alaba hacia atrás le impedía cualquier movimiento salvo los brazos que eran inútiles por la posición y lejanía del atacante. Los pies se le quedaron atrapados debajo del tablero y el timón; el auto que tanto amaba ahora se ponía en su contra. El alambre ya había cortado la piel y pasaba entre la grasa, los músculos y los elásticos tendones, abriéndose curso hacia las arterias. El hombre tras él se inclinó un poco y le dijo:

  —Juan Alberto te manda saludos.

  ¿Qué carajo le importa a uno quien lo manda a matar? Cuando te están cortando la garganta en el mejor de los casos se está tratando de salir con vida, en el peor, se está cagando de miedo.

  El hombre de leyes que estaba al timón de aquel Chevrolet del cincuenta y cinco, de color negro y nuevo de paquete, redecorado con salpicaduras de sangre, se encontraba en el segundo grupo. Ni su vida le pasó ante sus ojos, ni se acordó de Fefita, su primera novia, ni que le debía cinco pesos al bodeguero. Solo se estaba cagando de miedo mientras la falta de oxígeno lo dejaba sin conocimiento.

  Antes de desmayarse cayó en la cuenta de que, lo que lo había sobresaltado antes del ataque no era más que un olor, un olor que se mezclaba con el de cuero nuevo; era olor a vaselina de pelo, vaselina barata de pelo. Seguro que su atacante lo usaba. ¡Si se hubiera dado cuenta antes! …Y perdió el conocimiento antes de morir.

  El alambre se atascó en una vértebra y como no tenía tiempo que perder lo dejó allí mismo, junto al cuerpo sin vida del abogado que se desangraba sobre la tapicería nueva. Mientras caminaba sacándose los guantes, se preguntó que habría sido ese pequeño movimiento que dio su víctima, justo antes de que saltara sobre su cuello. ¿Se habría dado cuenta, estaría perdiendo cualidades? Bueno, de todas formas ya el trabajo estaba hecho. Ahora, a cobrar la otra mitad.

  El potro Jiménez era un asesino a sueldo; había llegado a la capital hacia unos diez años y a pesar de su origen guajiro siempre odió levantarse temprano. De nada sirvieron regaños y castigos, ni que le pusieran de ejemplo a su hermano, que era un buey trabajando en el campo.

  El apodo de potro le venía desde chico, cuando un domingo fue con cuatro más del batey a montar las yeguas de Enildo, que dejaba siempre a la orilla del rio para que se refrescaran del trabajo intenso del día.

  Todos llevaban sus banquitos de palma para alcanzar bien las nalgas de los animales, que estaban acostumbrados a que los niños y los no tan niños volcaran sus necesidades en un acto anti natural que no las molestaba mucho si a cambio le daban un mazo de hierba fresca o un poco de azúcar.

  Aquel domingo Arturo Jiménez confundió a un potro con una de las yeguas, que al sentirse manoseado donde no debía, arremetió a patadas contra el asustado niño. La suerte fue que Arturito estaba tan cerca de los cuartos traseros del animal que no le pegó con fuerza, sino que lo empujó hacia atrás.

  El chico rodó cuesta abajo por una ladera con los pantalones por las rodillas y fue a caer  cerca de una colmena de avispas. El espectáculo fue tremendo, el dolor de las picadas y el susto le hicieron correr desnudo y zambullirse en el río, llorando y gritando a voz en cuello cuanta maldición y palabrota podía brotar de la boca de un ser humano.

  A partir de ese día se le conoció como “Potro Jiménez” Así pasaron los años hasta que se convirtió en un joven fuerte y alto, pero seguía con alergia al trabajo. Fue entonces que conoció a una chica y se hicieron novios. Luego de la primera noche que pasaron juntos, Arturito se lo contó todo a su mejor amigo con lujo de detalles, pues estaba ansioso por compartir su experiencia con una mujer.

  Dio la mala suerte que su amigo estaba interesado en la misma chica y aprovechó la ocasión para demostrarle lo bajo y sucio que era su novio, al ir diciéndole a todos en el pueblo los detalles de su aventura con ella.

  Luego, por supuesto, la reconfortó con besos y caricias de las que nadie se enteraría, por ser él un hombre de verdad y no un chiquillo inmaduro como Arturo.

  Cuando a Jiménez se lo dijeron no se dio por enterado, siguió tratando a su amigo como siempre ; pero un día que fueron a buscar miel silvestre, al pasar junto a un peñasco, Arturo le dio un pequeño empujón, justo lo necesario para que perdiera el equilibrio y cayera al vacío sobre roca sólida. Arturo bajó por el sendero que ladeaba el precipicio y, después de diez minutos, llegó al lugar donde agonizaba su amigo, se reclinó sobre el cuerpo más por curiosidad que por sadismo.

  El joven lo miraba con una expresión de estúpida sorpresa en la cara, mientras vomitaba sangre a borbotones. Trataba de decir algo, pero le era imposible. Arturo hizo un esfuerzo sincero por entender lo que decía sin lograrlo, fue entonces cuando conoció su total desprecio por la vida ajena, experimentó lo que era quitarle el aliento a otra persona, el poder de tomar lo más sagrado que existe y no sentir ningún remordimiento.

  Descubrió de un tirón lo que era ser Dios…y le gustó, le gustó tanto que unos años después, hizo lo único que le daría más poder a un guajirito de monte adentro como él, entró en la guardia rural. Ahora no solo tendría el poder, sino que tendría también la autorización para ejercerlo y además, un arma en la cintura para infundir más miedo y más daño.

  En poco tiempo se convirtió en el guardia más sanguinario de la provincia, pero su ambición no se iba a satisfacer tan fácil, así que se fue a la capital a probar suerte. Antes de marcharse, se mandó a hacer con un dinero robado a un comerciante local un par de sortijas de oro.

  Eran grandes y macizas, con la figura de una cabeza de caballo a relieve y de perfil, cuyo único ojo visible era una piedrecita roja.

—Éste será mi sello —se dijo—, como los grandes mafiosos de las películas que ponen en el cine del pueblo.

  Y así fue. En el futuro que le esperaba se le llegó a reconocer por sus sortijas gemelas. El apodo que de niño lo humillaba pronto lo iba a orgullecer, un orgullo obscuro y retorcido, pero orgullo al fin y al cabo.

  Ya en La Habana escaló rápidamente en la cadena alimenticia del crimen. Comenzó como cobrador de deudas de pequeñas casas de juego ilegales, que pululaban en los barrios bajos de la ciudad.

  Por su eficacia, falta de escrúpulos y crueldad, pronto fue recomendado por sus jefes a maleantes de un mayor nivel, es decir, de más dinero. Cierta vez, el dueño de una casa de apuestas se sintió estafado por dos jóvenes, o al menos eso pensó y le pidió a uno de sus clientes el pequeño favor de demostrarle a los chicos su descontento ya que según se supo, ellos vivían en la zona bajo su dominio.

  Entonces Arturo se encargó del asunto. El dueño de la casa quedó tan complacido con el trabajo que tomó bajo su tutela al asesino y, a partir de entonces, el potro pasó a trabajar menos y a ganar más. El dueño de la casa de apuestas le buscaba trabajos mejor pagados, quedándose con dos tercios de lo que le daba a su nuevo gorila.

  Para Arturo esto era sólo pasajero, su ambición lo imaginaba dueño de hoteles y casinos; pero la mediocre pasta de la que estaba echo lo dejó a medio camino, teniéndose que conformar con estar entre los asesinos más utilizados por la élite de senadores, mafiosos, políticos, empresarios y gente inescrupulosa que subían en la sociedad a base de dinero, trampa y muerte.

  Por la época en que se encargó del abogado Ángel Carreras, ya “El potro” contaba con un palmarés impecable y con la convicción de que nunca saldría del estatus criminal en que se encontraba. Se convenció de que solo sería un matón más y trató de disfrutar de la jerarquía que tenía en su sucio mundillo. Era mejor ser cabeza de ratón que cola de león. Hay que señalar que era respetado o temido por los otros matarifes, así que vivía su fantasía de grandeza y se creía la gran cosa, siempre que no estuviera rodeado de gente rica. Entonces se convertía en un insecto casi invisible para sus contratistas, esta dualidad lo llevó a caer bien entre los dos grupos en los cuales discurría su vida la mayor parte del tiempo.

  Es cierto que era un poco chapucero en sus trabajos. A veces se dejaba llevar por su sed de sangre y por sus instintos más bajos, dejando atrás escenas dantescas y desgarradoras. A medida que envejecía no se limitaba a cumplir solamente con el contrato, sino que lo disfrutaba, como si hacerlo más grotesco y aberrante le otorgara puntos extras. En cambio no fallaba ningún trabajo, aunque a decir verdad, sí tuvo un desliz del que nadie se enteró, ni siquiera él.

  A los tres años de comenzar su carrera en la ciudad, le encargaron un trabajo que consistía en “limpiar” un apartamento. Era la casa de un chantajista que intentaba extorsionar a un pequeño, pero ascendente político, cuya carrera estaba en peligro debido a unos negocios ilícitos que manejaba su esposa. El apartamento era en la tercera planta de un edificio en la calle Galeano. El potro esperó que alguna persona saliera del inmueble, con un movimiento rápido, sorprendente para su tamaño, se introdujo en el mismo y subió las escaleras, llegó al apartamento y se puso una gorra de las oficinas de correos y un lápiz detrás de la oreja.

  Tocó el timbre y bajó un poco la cabeza, para que vieran bien el logotipo de la oficina bordado en la gorra cuando miraran por la mirilla metálica empotrada a la altura de los ojos, en el mismo centro de la puerta.

  Al cabo de unos segundos, se sintió que alguien quitaba dos seguros y comenzaba a abrir. Era la esposa del sujeto en cuestión. No tuvo tiempo de decir ni los buenos días, un cuchillo le atravesó por debajo de la mandíbula, saliéndole la punta por la parte de arriba de la cabeza. Antes de caer al piso, tembló todo su cuerpo como una hoja al viento.

  El puñal se atascó unos segundos en el duro hueso del cráneo, dándole tiempo al marido de percatarse de la situación e intentar buscar un arma para defenderse. Intentar es la palabra correcta, porque nunca llegó a tomarla. Antes de que llegara a la escopeta que guardaba debajo del colchón de la cama matrimonial, Arturo lo había atrapado por los cabellos y, tirándolo hacia atrás, le clavó el enorme cuchillo en la garganta, separándole instantáneamente las vértebras del cuello y causándole la muerte.

  Era una pena que no pudiese jugar un rato con sus víctimas antes de matarlos, pero un edificio de apartamentos era muy complicado; por el ruido que los vecinos podían oír y luego alertar a la policía. De todas maneras hizo un trabajo magnífico con el chantajista y su mujer, ni siquiera habían gritado y fue rápido y certero. Cuando ya se disponía a irse, decidió echar un vistazo al resto de la casa por si encontraba algo de valor. La paga no era tan buena como para desperdiciar regalías.

  Al salir del cuarto vio unos zapatos que se asomaban por debajo de la cortina; eran unos mocasines negros que apenas se movían nerviosamente, tratando de no moverse. Calculó la altura instintivamente y le acuchilló justo donde debería estar el corazón, pero el puñal se estrelló contra la pared, provocándole una herida en la mano al resbalar sobre el filo metálico. Asustado por la sorpresa y soltando el arma por el dolor, corrió la cortina de un golpe, dispuesto a estrangular a la persona que se había agachado en el justo momento del golpe. Su sorpresa fue aún más grande cuando descubrió el porqué de su fallo.

  Al descorrer la tela un nudo se le hizo en la garganta. Un niño de ocho o nueve años, que temblaba como un techo de zinc en un ciclón, lo miraba espantado de miedo. El orine llenaba uno de los zapatos que usaba, que eran del padre. El potro no se fijó en nada de esto, su atención se centraba en los ojos del niño. Nunca antes había visto unos ojos tan hermosos; eran enormes y de un azul tan intenso y profundo que turbaban. El llanto los hacía más brillantes, el miedo más grandes. Toda la sangre se le había ido a las extremidades y, en esa cara pálida, los ojos tan vivos parecían sobrenaturales.

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