Tengo que decir que no soy muy exigente en gustos y comodidades. Con una buena cama, aire fresco y agua caliente soy feliz, igual con cualquier comida, un trozo de pan y un vino aceptable. Todo lo demás me puede ser indiferente y prescindir de ello.
El lugar donde me quedé tenía todos esos pequeños lujos y algunos más. La casona era de piedra y ladrillo, sin pintura de ningún tipo, en la planta baja estaba la cocina tradicional, organizada y espaciosa con todo tipo de ollas y cazuelas, un horno para pan y pizzas y ristras de cebollas y ajos colgando de las paredes. La sala, el comedor y la cocina apenas se diferenciaban, de tal forma que los que estaban en un lugar podían observar a cualquiera que estuviera en el otro sin mucho esfuerzo. Por eso cuando se preparaba la comida, el magnífico olor inundaba la casa entera, provocando el hambre y la salivación en todos los comensales. Así, al servir la mesa, las personas devoraban todo como una tribu de caníbales, raspando incluso los huesos. Lejos de causar repugnancia, hasta los más aristócratas disfrutaban del banquete servido en ollas que colocaban al centro de la mesa y de las que todos se servían como si fueran familia, provocando conversaciones, risas y camaradería.
A tal efecto todos nos volvíamos un poco italianos y hablábamos animadamente de nuestras cosas y gesticulando mientras comíamos con nuestros anfitriones, que nos trataban como si nos conocieran de toda la vida. Luego nosotros mismos y por pura iniciativa, recogíamos todo y lavábamos los platos y cubiertos mientras seguíamos confraternizando.
Este ambiente familiar y relajado hizo que desapareciera el malestar que me causó la rara actitud del muchacho de los talleres de mármol.
Desde la primera noche ya me sentía como en mi casa, sino mejor y cuando reposaba la comida sentado en un viejo pero cómodo sofá, me vino a la mente el incidente en los talleres. Miré a mi alrededor y encontré al dueño de la casa al lado de la enorme chimenea que le proporcionaba el calor que su cuerpo ya no podía retener.
Lo conocí el mismo día que llegué y ya tenía cierta confianza con él. Era afable pero un poco reservado, caminaba con mucho trabajo usando un bastón, pero prefería moverse en un sillón de ruedas que alguien de la casa siempre guiaba y todas las noches se acercaba al calor del fuego para, luego de cabecear, irse a la cama ayudado por la cocinera.
Noté que solo usaba la mano izquierda, lo cual hacía con gran habilidad. Al parecer la diestra estaba incapacitada por algún golpe o una trombosis; quizás por esa razón la cubría en todo momento con una manta gris. Me acerqué con la excusa de calentarme al fuego y cuando la oportunidad me lo permitió le pregunté si sabía algo sobre el misterio de aquel taller cerrado y cubierto de una lona negra.
El señor (que así le llamé todo el tiempo que estuve en su casa) detuvo la pipa que fumaba a medio camino, solo a unos centímetros de su boca y, clavando su mirada en mí, permaneció inmóvil durante varios segundos, como meditando si contarme la historia o golpearme con el grueso bastón que reposaba al lado de su sillón.
— ¿Alguien le dijo que me lo preguntara? —desenfundó de repente, respondiéndome con otra pregunta—. ¿O se le ocurrió a usted solo?
Sorprendido por el tono que parecía de enojo me sentí un poco incómodo, pero poco a poco me fui tranquilizando y le conté brevemente lo que me había sucedido durante el día. La cara y la actitud del dueño de la casa se
relajaron durante mi respuesta y cuando terminé mi historia, que parecía más una disculpa que un relato, ya el buen hombre fumaba de nuevo con completa naturalidad.
—Bueno, disculpe mis modales, es que en el pueblo hay jóvenes que no respetan ni creen en nada. A veces dicen a mis huéspedes que me molesten con los relatos que según ellos son producto de mi locura. Sin embargo, las pruebas están allí, tan palpables como el primer día.
El hombre pareció hundirse en su sillón mientras su mirada se perdía en un lugar lejano en el tiempo. Volutas de humo provenientes de su vieja pipa le rodearon como nubes bordeando una inmensa montaña solitaria. Yo permanecí en silencio, respetando el estado catatónico del viejo y ya me disponía a marcharme cuando, con una voz profunda e impersonal, desprovista de todos los matices de una conversación, comenzó a hablar sin quitarle la mirada a ese lugar imaginario que sus ojos veían sin parpadear.
“Ese había sido un año bastante malo para los negocios, por eso cuando un barco se desprendió del horizonte y se dirigió al pequeño muelle de la playa, un grupo de aprendices se amontonó en la estructura de madera que servía de amarradero. Poco a poco la embarcación se aproximaba y ya desde lejos algunos adivinaron que algo rodeaba a ese bote de velas negras y cuadradas. Parecía que se movía solo sobre las quietas aguas que se oscurecían según pasaba sobre ellas la lúgubre forma.
Se arrimó y se detuvo justo al lado del muelle sin rosarlo siquiera y una soga gruesa, también negra, se elevó por los aires y cayó ante los pies de un joven de veinte años. Éste la recogió sin mucha ceremonia y la amarró a uno de los postes, haciendo un nudo marinero imposible de desatar.
Nada ni nadie intimidaba a ese joven que no tenía en su sangre las tontas supersticiones del pueblo. Nunca creyó en las historias de fantasmas y de espíritus que las más viejas contaban a la luz de las hogueras, mientras tejían o remendaban las ropas desgastadas de sus esposos e hijos.
Una rampa de madera de cuatro metros se dejó caer desde la cubierta y luego de varios minutos de espera, tres hombres de baja estatura y vestidos completamente de negro descendieron por ella en total silencio y se formaron uno al lado del otro.
La vista que ofrecían estas tres figuras era realmente fantástica. Tenían sombreros que les cubrían casi todo el rostro, excepto las barbillas pálidas completamente afeitadas. Usaban unos sobretodos que rozaban el piso, dejando ver los zapatos también negros. Mantenían los brazos debajo de los sobretodos, pareciendo espantapájaros mutilados.
Una fina lluvia que nadie vio venir cayó del cielo gris en forma de una neblina gruesa, bañándolo todo y haciendo que el color negro de los tres sujetos y el barco brillaran como en un cuadro renacentista.
Los nativos de esta península no son para nada cobardes. Se enfrentan a un arma sin el más mínimo asomo de miedo, pero sin embargo son supersticiosos y reservados, si lo que ven no les causa confianza se alejan.
Por eso, cuando el hombre de negro que se encontraba en medio de los otros dos dio un paso y extendió un papel enrollado a los que estaban en el muelle, el único que lo tomó fue el mismo muchacho que amarró la soga del barco. Lo desenrolló bajo la llovizna tapándolo con su cuerpo para que la tinta no se corriera y trabajosamente leyó el mensaje.
Decía amablemente que le condujera al mejor de los artistas del lugar; que tenía un encargo muy importante para una persona igual de importante y que sería bien recompensado si se disponía a ayudarlos, que no hablaban su idioma y se disculpaban por las molestias que podrían ocasionar.
Al joven le pareció bien. Todo el misterio estaba aclarado, eran extranjeros de un lugar lejano con costumbres raras para ellos, pero seguramente en su país eran personas comunes y corrientes.
Gracias a ellos ganaría un buen dinero y su maestro se lo agradecería. Les indicó con un gesto que lo siguieran aunque solo uno se movió. El que le entregó el rollo hizo una seña a los otros que regresaron al barco sin decir una palabra. Pasaron entre los curiosos ojos del resto de los aprendices y se dirigieron a los talleres.
El extranjero no hacía ruido ni para caminar, a tal punto que el joven se volteaba con frecuencia para cerciorarse de que le seguía entre el laberinto de talleres de madera. Al fin llegaron a la puerta cerrada por el fresco de la tarde que ya caía, el joven la empujó y entraron sin previo aviso. El artista, que trabajaba en una obra de pequeño tamaño se volteó y al ver que se trataba de un cliente, dejó lo que estaba haciendo y se incorporó dando unos pasos hacia su ayudante que se detuvo, dándole espacio para que se encontraran de frente artista y cliente. Enzo Cuccittini, que así se llamaba el escultor, le tendió una mano fuerte y recia, marcada por las cicatrices y endurecida por el trabajo.
El hombre vestido de negro no le devolvió el saludo como se esperaba, en cambio se inclinó en una reverencia muy pronunciada y se mantuvo en esa posición por unos segundos, luego se incorporó y quedó en silencio, inmutable.
El artista entendió enseguida que el no estrechar su mano no era una falta de educación, sino que era costumbre del extranjero inclinarse para mostrar respeto, por lo que hizo una reverencia lo mejor que pudo. El extraño pareció satisfecho por una sonrisa casi imperceptible que se dibujó en su rostro y acto seguido sacó de debajo del sobretodo un royo de papeles que le extendió al artista.
Éste los cogió y luego de lanzarle una mirada inquisitiva los llevó a una mesa de madera que servía para comer cuando el trabajo no le permitía salir del taller.
Alisó los papeles y los fue mirando con detenimiento. Así estuvo por unos largos veinte minutos, calculando al parecer si el trabajo propuesto era realizable, cuánto cobraría y el tiempo que le llevaría hacerlo. Lentamente los envolvió como estaban originalmente y se los tendió a su cliente que había permanecido sin moverse todo el tiempo que duró el examen de Enzo.
—Discúlpeme señor, pero ese trabajo no puedo realizarlo. Me llevaría mucho tiempo y tendría que cobrarle muchísimo dinero.
El extranjero le extendió otro papel más pequeño. Enzo lo tomó y leyó el contenido escrito en perfecto italiano. Poco a poco fue cambiando el color de su piel, que de blanca se tornó roja como la sangre, las orejas parecían estar en llamas, el papel le temblaba en la mano derecha, mientras que la izquierda se apretaba de tal forma que estaba lívida.
El aprendiz intuyendo un desenlace violento, se apartó convenientemente hacia un lado. El ofendido artista arrojó el papel al suelo y se enfrentó al hombre de negro, quien ya tenía otro papel extendido a la altura de los ojos de la bestia que se le encimaba.
Enzo ahogó el grito que ya brotaba de su garganta y echando humo por las narices leyó el papel que tan a tiempo interpusieron ante él.
A medida que sus ojos leían su cuerpo se relajaba, abrió la poderosa mano, convirtiéndola de nuevo en una herramienta de trabajo y la sangre fluyó de su rostro, retornándola en una cara reconocible.
Acto seguido, el hombre le entregó una bolsa negra e inclinándose varias veces, seguramente disculpándose por haberlo ofendido se retiró haciéndole una señal al aprendiz, quien le siguió sin preguntar. Se dirigieron al embarcadero, allí el extranjero se subió al barco y dejó al muchacho esperando el pago por sus servicios. Le hubiera llamado y exigido, pero el sentido común le indicó que era mejor volver al taller y averiguar qué significaba lo ocurrido.
Regresó corriendo y cuando entró al taller, su maestro se encontraba sentado a la mesa encorvado sobre la misma, con los codos apoyados y las manos en la cara, formando una careta con los dedos separados entre sí que le dejaban ver un montón de pequeñas barras de oro apiladas ante él. Al lado de las barras yacía la bolsa negra que el visitante le había entregado hacía solo unos minutos.
— ¿Eso es oro…oro de verdad?
—Sí, eso parece. Y una parte es tuya. Hay más de lo que ganaría en cinco años de duro trabajo y en buena medida es gracias a ti.
Dicho esto, Enzo separó una porción del oro y se la entregó a su ayudante. El chico aún no se lo podía creer, desde que vio las barras mantenía la boca abierta y solo la cerró cuando la saliva estaba a punto de caer al suelo. Entonces miró a Enzo con ojos llorosos y le dijo tartamudeando:
—Pe, pe, pero esto es mu, mucho dinero.
—Que nadie sepa de este negocio. ¿Entiendes? Nadie puede imaginarse que tenemos tanto dinero —dijo Enzo mientras zarandeaba a su primo y primo por los hombros.
—Escúchame bien —prosiguió—, vamos a ir con todo este oro a la ciudad y lo pondremos en el banco y cuando termine el encargo nos vamos de aquí y formamos nuestro propio negocio, después veremos de qué. Quizás compremos unos barcos de pesca o comerciaremos aceite de oliva o tal vez las dos cosas, pero tenemos que aprovechar esta oportunidad porque no volverá a pasar. ¿De acuerdo?
—Sí, claro que estoy de acuerdo —respondió el muchacho fuera ya del estupor momentáneo que le causó la visión de tanto dinero.
Durante el resto del día se la pasaron planeando lo que harían. En la mañana se encaminaron a la ciudad y pusieron todo el oro en una cuenta. Según el plan, el encargo debería terminarse en cinco o seis meses si trabajaban duro y así lo hicieron, fueron a las canteras y buscaron el más grande y puro bloque de mármol que jamás habían trabajado, medía tres metros por tres en la base y seis de alto, sin vetas ni rajaduras, perfecto para el extraño encargo.
Lo llevaron al taller entre el murmullo de los otros artistas y comenzaron el duro trabajo. Quince días estuvo Enzo haciendo dibujos y un mes más modelando en arcilla un boceto tridimensional a una escala pequeña para tener una mejor idea del producto final.
Cuando estuvo satisfecho comenzó el verdadero trabajo. Se encerró a cal y canto dentro del taller al que solo podía pasar su primo, quien le traía
comida, agua y vino, afilaba los cinceles y tallaba la piedra allá, donde le indicara Enzo para agilizar la obra.
En cuanto al barco y sus ocupantes no se movieron del embarcadero los siguientes seis meses, nadie volvió a ver a los visitantes ni asomados en la cubierta y ninguno de ellos compró suministros ni agua en ese tiempo. Incluso hubo quienes especularon que los nautas estaban muertos dentro del casco del navío. Muchas veces estuvieron a punto de ir a indagar un poco más sobre los detalles de la escultura, pero el documento decía explícitamente que no los consultaran en absoluto, pues todos los datos necesarios estaban en los escritos entregados y que la misma escultura le iría indicando al artista lo que debía de hacer.
Al principio le resultó rara esta indicación, pero cuando la figura estaba ya emergiendo del mármol al cabo de los dos meses, Enzo se salía con frecuencia de lo modelado. Se despertaba en medio de la noche y como guiado por un sueño repentino, agregaba un colmillo allá o unas garras acá, protuberancias sórdidas y detalles escabrosos. Al cabo de los cuatro meses de trabajo, el muchacho ayudante se acercó a Enzo con preocupación.
—Primo. ¿Puedo decirte algo?
El artista volteó la cabeza hacia su primo, pero sus ojos no parecían verlo. Estaban hundidos en la cara, negros y vacíos, como linternas oscuras que no devolvían el reflejo. Un escalofrío recorrió la espalda del joven, pero hizo un esfuerzo y prosiguió.
—Sé que te comprometiste con este trabajo, pero creo que algo extraño te sucede. Casi ni comes y duermes muy poco, cuando llego hace rato que estás aquí y cuando me voy ya entrada la noche te quedas trabajando aunque las manos te sangren y al otro día es igual.
El muchacho se detuvo esperando alguna respuesta, pero al no obtenerla continuó con su monólogo, pues su maestro parecía no escuchar.
—Además, lo que estás haciendo con el mármol no tiene nada que ver con lo que diseñaste. Cada día la figura se distorsiona más y su aspecto se ha tornado grotesco y siniestro. La calidad es finísima y el nivel de detalles es asombroso, no sabía que pudieras esculpir de esa manera, pero no estás creando una obra de este mundo, ese animal o lo que sea que es no puede ser algo bueno. Cuando lo miro o cuando paso a su lado, las tripas se me retuercen y me cae una tristeza que no puedo explicar.
—Ja, ja, ja…Así que ahora eres supersticioso, tú que siempre te vanaglorias de no creer en cuentos de viejas.
Se puso de pie y le pasó la mano por la cabeza, alborotando su negra cabellera.
—No te preocupes, ya casi terminamos. Luego a vivir bien y a esculpir solo lo que queramos, sin tener que hacer lo que nos encarguen un montón de ricos que no saben lo que es el verdadero arte. ¿Sabes por qué estoy poniendo todo mi empeño en esta obra?
El ayudante se encogió de hombros. Realmente no buscaba respuestas a sus inquietudes, solo quería hacer entrar en razón a su primo porque temía que el trabajo acabara con su cordura.
—Porque solo me dieron un dibujo rudimentario de lo que querían y me dejaron crear en base a eso lo que me saliera del alma y esto es lo que me sale del alma —dijo señalando la escultura a medio terminar.
—Creo que a eso se referían cuando escribieron que la misma escultura me iría diciendo lo que debía hacer.
Enzo hablaba como consigo mismo, dándose una explicación para convencerse de que todo andaba bien; pero su cuerpo, su espíritu y sobre todo sus ojos, decían lo contrario. El paso de los días le dio la razón al ayudante. El artista cayó aún más, bajo el influjo de este hechizo que lo absorbía, chupándole las carnes y hundiéndole los ojos. La figura de piedra cada vez era más espeluznante. El joven ayudante fue distanciando sus visitas sin que su primo se percatara, solo le traía frutas y bebidas, que era lo único que Enzo apetecía comer. Cada vez que visitaba el taller, el joven sentía más repugnancia hacia la enorme figura que tomaba forma definitiva, aunque la verdad era que tenía la seguridad de que algo muy raro e inquietante sucedía con la escultura. Primero pensó que eran ideas est&uac
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