Hace siglos que se ha tratado de descifrar los misterios de la adicción. Es cierto que ha habido avances, en cuanto al conocimiento de los cambios físicos y químicos que tienen lugar en el cerebro. También hay que señalar que en sentido general, estamos tan indefensos ante los vicios y los efectos perjudiciales que provocan en nuestra sociedad, como lo estábamos hace tres mil años.
Incluso, muchos piensan que hemos perdido terreno ante ellos. Aún estamos lejos de saber por qué el animal más inteligente del mundo, cae en esa trampa que obliga a personas de todo tipo a depender de algo para sentirse realizado y hasta feliz, a tal punto que se puede llegar a perder la voluntad, la vergüenza y la familia, por algo tan banal.
Dicen los entendidos que se necesita un solo trago para convertirse en alcohólico, o un cigarrillo para transformarse en un fumador crónico. La verdad, es que funciona así con todas las adicciones. No se precisa de años para caer en esos oscuros abismos, una sola gota puede y de hecho lo hace, sumergirnos en un océano del que se sale pocas veces sin heridas incurables. Incluso, conozco un caso muy representativo de lo que estoy diciendo y es el de Enrique.
Lo conocía por vivir cerca el uno del otro, por lo que su historia me viene de primera mano.
Era un tipo común y corriente. Una noche muy parecida a las miles que había tenido durante años, después de regresar del trabajo cansón y monótono y haber discutido con su mujer por algún asunto sin importancia, Enrique se disponía a pasar las siguientes tres horas dándose una vuelta por el bar de la esquina. Este bar tenía el pintoresco, pomposo y ocurrente nombre de “La catedral".
Realmente era un cuchitril de mala muerte, donde solo iban borrachos a contarse mentiras, mientras se trataban de olvidar un poco de lo m****a que eran sus vidas. La barra tenía forma de herradura, dentro de la cual, un dependiente atendía lentamente a sus clientes en perfecto silencio y sin una gota de expresión. Podía haber un ataque nuclear en proceso y él le despacharía su cerveza, sin darse cuenta que todo a su alrededor se desintegraba.
Justo en el centro había colgado un televisor enorme, de manera que cualquier persona, por muy borracha que estuviera, pudiera verlo desde la barra. Todo lo demás era como cualquier otro bar: piso sucio, baño sucio, aire sucio...
En este ambiente tan agradable y gratificante para el espíritu, se sentó Enrique a tomarse unos tragos, con el objetivo de alejar por un tiempo las discusiones con su esposa, las carencias de la vida, el perro del vecino, los tres meses que llevaba sin sexo, su jefe que era un dolor de hemorroides, su trabajo de b****a que no podía dejar, etcétera, etcétera, etcétera.
Entró con la confianza que da la cotidianidad y, sin fijarse en nadie, se sentó en el extremo de la barra como corresponde a un buen perdedor y esperó a que el barman se despertara y se arrastrara hasta él. Después de un siglo, le pidió media botella y un vaso.
Cuando comenzaba a dormirse, se apareció el camarero con el pedido y Enrique comenzó a tomar uno por uno, los tragos que él mismo se servía maquinalmente, sin saborearlos ni disfrutarlos, solo con el objetivo de sentirse liberado.
Luego, cuando ya no le importara nada, se iría a su casa dando tumbos y se acostaría, sin prestarle atención a los tres tomos de improperios y maldiciones que su mujer le gritaría sin apenas respirar, como una versión satánica de María Callas, pero con una voz mucho menos agradable. Se dormiría, soñaría que es un gladiador enfrentando a cinco leones en el coliseo romano, y luego despertaría cansado y con resaca, para comenzar otro día igual o peor que éste, sin nada nuevo que hacer, solo trabajar, discutir, beber, discutir y dormir.
Esa era la vida que le había tocado vivir aunque en el fondo, Enrique todavía esperada algo nuevo, algo que le diera sentido a su vida, un golpe de suerte que lo lanzara un paso adelante, para salir de ese atolladero en que vivía una existencia vacía y sin sentido.
Ya se encontraba bastante ebrio y se disponía a terminar su botella, cuando un fuerte golpe lo espabiló. El barman levantó los ojos y, luego de cerciorarse que no era la tercera guerra mundial, volvió a caer en trance. Enrique dirigió la vista hacia la dirección del golpe, y vio a un hombre que maldecía frente al televisor.
Sonrió entre dientes y, desinhibido por el efecto del alcohol, tomó lo que le quedaba en la botella y fue a sentarse al lado de aquel personaje. En la tele estaban poniendo un juego de béisbol, las bases estaban llenas en el noveno inning y el hombre en turno se había ponchado, provocando la ira del desconocido al que Enrique pretendía consolar.
—No te desanimes amigo, seguro que el próximo le da un buen batazo.
El hombre le miró como a un extraterrestre, de arriba a abajo y luego de dos segundos le respondió.
— ¿Tu estas borracho, compadre? No ves que le toca a Tomás Verdecia, que no le da ni a un melón, y que el pitcher es el mejor del equipo, que digo del equipo, de todo el país.
—Te apuesto diez pesos a que da jonrón -le dijo Enrique sin dejar de mirar el televisor.
El hombre miró a su alrededor y encontró la mirada de tres de sus amigos. Éstos le asintieron y, sonriendo entre dientes, se acercaron a los dos apostadores.
—Nosotros también queremos sumarnos a favor de nuestro amigo.
—Por mi está bien —dijo Enrique sacando todo el dinero que le quedaba para el mes, que recién comenzaba.
Enrique no sabía quién era el pelotero en cuestión, ni siquiera sabía mucho de béisbol. No había visto en toda su vida un juego completo; pero se sentía iluminado, intrépido y, sobre todo, muy borracho. Esos tragos de más, le daban un aire de superioridad sobre todos los mortales, más aún sobre esos pobres diablos a su lado, con las camisas raídas y tomando el ron más barato del lugar.
—Aquí tengo doscientos cincuenta y cuatro pesos -dijo virando los bolsillos al revés-, los apuesto contra todo lo que tengan ustedes.
La seguridad de las palabras, hizo dudar unos segundos a sus adversarios, pero era una apuesta segura, así que vaciaron sus carteras y contaron. Trecientos veinte pesos sumaban todo.
—Hecho —le dijo uno de los borrachos, ante la perspectiva de unos tragos gratis.
Alguien que estuviese muy atento y sobrio, habría podido ver una leve mueca en el barman, hasta se podría decir que era una sonrisa, por un segundo se vio una finísima hilera de dientes blancos, que desapareció tras el rostro inmutable del hombre.
Lo que ni Enrique ni nadie podían adivinar, era que Tomás Verdecia se había parado en el plato con las piernas temblando. Él sabía que no tenía ninguna oportunidad contra el mejor lanzador de la liga. Sudaba como en una sauna y el bate le pesaba una tonelada. Su equipo perdía por tres carreras y él era la última oportunidad, pues ya no tenían más emergentes que poner en su lugar. Así que apretó el madero todo lo fuerte que pudo y, cuando el lanzador tiró la pelota a ciento tres millas por hora, Tomás cerró los ojos, haciendo el mejor swing que su estado nervioso le permitía. Así fue como Enrique, que jamás en su vida había apostado nada, ganó algo por primera vez. Su vida se iluminó de pronto, como si en toda su existencia no hubiese visto el sol. Sintió que al fin se le mostraba el don que tanto tiempo se le había ocultado. En segundos vio su futuro y le gustó: dirigía casas de apuestas, le consultaban de todos los lugares, daba conferencias sobre cómo apostar y cómo invertir fortunas en el juego. Tenía una joven y bella esposa y una amante todavía más joven y más bella.
Cinco años después, debiendo un dinero que nunca podría pagar, sin mujer, sin casa, sin empleo y casi sin ropa que ponerse, con el cabello enmarañado, una barba tupida y con peste a alcohol barato, recordaba aquella noche y se preguntaba :
— ¿Por qué carajos el dichoso Tomás Verdecia tuvo que dar ese jonrón, el único jonrón que dio en su vida?
Y se lanzó al vacío.
Al despertar no podía moverme, parecía que estaba embalsamado, todo el cuerpo lo sentía rígido y adolorido. Hice el intento por ponerme de pie, pero un dolor inmenso en el abdomen me lo impidió. Después de unos minutos de incertidumbre y confusión me dormí. Debió pasar un buen rato, porque cuando nuevamente abrí los ojos, la iluminación de la habitación era completamente distinta, estaba casi en penumbras y el silencio era total. Traté de descubrir qué era ese lugar y por qué no podía moverme, en ese instante me dormí de nuevo. Cuando al fin desperté por tercera ocasión, me hice el firme propósito de permanecer así. Al mirar mis brazos, con mucho esfuerzo, vi una aguja insertada en el derecho, de la cual salía una manguera plástica, que se conectaba a una bolsa de suero incoloro, que colgab
—Buenos días —dijo uno de los galenos-, yo soy el doctor Zamora y éste es mi colega, el doctor Acosta. Somos neurocirujanos y venimos a hacerle algunas preguntas, si no le molesta, por supuesto.—Claro que no -respondí, notando que el oficial Cosme, no me quitaba los ojos de encima, parecía un animal al acecho, se notaba que no era un tapa huecos como los otros, éste tenía experiencia e instrucción especial, tendría que cuidarme de él. Si lo que me dijo la enfermera era cierto, entonces estaba caminando por una cuerda floja. Lo que más me molestaba, era que en realidad no recordaba nada y ni siquiera me habían dado tiempo para pensar en eso. Me caían encima no más abrir los ojos y nadie se preocupaba de darme respuestas; si no fuer
Me resultó extraño ese comportamiento de mi amigo, pero cualquiera tiene derecho a sentirse mal un día, así que pronto se me olvidó el asunto y traté de recordar alguna otra cosa que me fuera útil o me diera una pista, pero nada, ni un recuerdo nuevo. Confieso que no estaba feliz, la incertidumbre de no saber nada de mí mismo me estaba matando, mi paciencia llegaba a su fin y no tenía idea de lo que sería mi futuro. El sueño me dejó aturdido y perplejo. Realmente, ahora había más preguntas que respuestas, pero en mi caso particular, cualquier cosa era una esperanza de recuperar la memoria. A decir verdad, no me importaba ser o no culpable de todas las cosas que decían que hice, solo quería que acabara esta situación. La cercanía de mi libertad me ponía ner
El abogado prefirió caminar hasta su destino. En el estado que se encontraba no podía conducir sin provocar un accidente, pues las manos le temblaban de pura rabia. Su hija le acababa de dar el disgusto más grande de su vida.Ella, su pequeña, la luz de sus ojos, lo más preciado que nunca tuvo, en complicidad con su madre le habían tendido una trampa. Todo lo comenzaron hacía una semana atrás. Primero le hicieron una cena magnífica en un ambiente alegre y jovial. Él era un hombre muy inteligente y sospechó algo de inmediato, pero la noche transcurrió normalmente. Después su mujer le hizo el amor como hacía muchísimo tiempo no ocurría y luego, cuando descansaban, se lo dijo distraídamente, como por casualidad.—La niña tiene un noviecito, parece que está entusiasmada con él.“Así que era eso”, pens&oa
Sé que soy un tipo raro. O al menos eso es lo que la mayoría de las personas piensan. Desde niño supe que era diferente; por alguna razón le tenía y tengo un miedo extremo a las enfermedades, bacterias, microbios y virus. Una vez le escuché decir a mi madre que era porque estaba presente el día que viraban a mi abuela, encamada desde hacía dos años para curarle las escalas que le salieron en la espalda debido a la posición en la que estaba. Las llagas sangrientas destilaban pus y los gusanos caían en las sábanas desde las heridas abiertas. Yo personalmente no lo recuerdo porque me desmayé, lo cierto es que estos miedos solo han crecido desde mi infancia y aunque he tratado de disimularlo cuando estoy entre otras personas, tarde o temprano alguien se percata de mis fobias y resulto ser en el mejor de los casos, el centro de todas las miradas y comentarios. En conclusión, toda mi in
Ya habían pasado dos horas de una larga y angustiante espera. Su esposa se demoró en dormirse más de lo habitual, dio vueltas y vueltas durante mucho tiempo, pero ahora respiraba rítmica y profundamente. Eran diez años de matrimonio, podía saber cuándo ella dormía con solo escucharla.Poco a poco fue corriéndose hasta llegar al borde de la cama. Sin quitarle la vista bajó una pierna lentamente hasta que sus dedos tocaron el frío piso de granito. Un leve escalofrío recorrió su pierna desnuda. Metió el codo debajo de su cuerpo y, haciendo palanca con su propio brazo, se alzó unos centímetros. Los muelles del colchón chirriaron al ceder la presión sobre ellos. El hombre se detuvo, petrificado por el sonido. Observó unos minutos a la mujer a su lado, mas ella no se percató de su maniobra.Sentía su corazón latir fuertemen
Abrió los ojos, pero no pudo ver nada. Trató de virarse a la derecha y luego a la izquierda, chocando contra invisibles paredes que le impedían moverse libremente. Hizo por incorporarse, dándose un tremendo golpe en la amplia frente que le caracterizaba. La estreches de su encierro, la oscuridad, el silencio y el intenso olor a tierra húmeda, le confirmó que su mayor miedo, el que le había atormentado desde que era un niño, se había convertido en una siniestra realidad. Tanto era su terror que dejó bien claro y por escrito que se tomaran todas las precauciones para impedir la realización de tal desastre; pero era bien sabido que mientras más se trata de evadir el destino más se acerca a lo que ya está escrito y todo parecía decir que había nacido para ser enterrado vivo.No se inmutó a pesar del sobresalto inicial. No entró en pánico como pens&o
Alan Shepard había hecho todo el trayecto, desde las oficinas centrales hasta su casa, corriendo bajo una gruesa, fría y persistente lluvia que calaba hasta los huesos, anunciando que el invierno iba a ser crudo ese año. Corría a grandes zancadas, sin reparar que hundía los pies en los charcos de agua sucia que abundaban en las calles y aceras adoquinadas. No se daba por enterado que su elegante saco alquilado estaba empapado, pesaba cuatro veces más y que lo agotaba cada metro que recorría. Sólo tenía una idea fija, llegar a la casa. Allí se encontraba su salvación, allí volcaría toda su angustia y volvería a ser él, calmado e inteligente, allí estaría la única persona en el mundo que le comprendía, el único que le calmaba; su amigo. A esa persona le debía todo lo que es y lo que podría ser, él se encar