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EL HOMBRE EN EL ESPEJO
EL HOMBRE EN EL ESPEJO
Por: Leonel Sarpa
EL HOMBRE EN EL ESPEJO 1

  Alan Shepard había hecho todo el trayecto, desde las oficinas centrales hasta su casa, corriendo bajo una gruesa, fría y persistente lluvia que calaba hasta los huesos, anunciando que el invierno iba a ser crudo ese año. Corría a grandes zancadas, sin reparar que hundía los pies en los charcos de agua sucia que abundaban en las calles y aceras adoquinadas. No se daba por enterado que su elegante saco alquilado estaba empapado, pesaba cuatro veces más y que lo agotaba cada metro que recorría. Sólo tenía una idea fija, llegar a la casa.

  Allí se encontraba su salvación, allí volcaría toda su angustia y volvería a ser él, calmado e inteligente, allí estaría la única persona en el mundo que le comprendía, el único que le calmaba; su amigo. A esa persona le debía todo lo que es y lo que podría ser, él se encargaba del trabajo sucio, de apartar a los que se ponían delante, a los que le obstaculizaban la vida. Ya casi llegaba, las fuerzas se le acababan, pero resistiría. Tenía que hacerlo, no podía soportar más la angustia de sentirse oprimido, burlado, disminuido. Había llegado a su límite, como pasó aquella vez, la primera, con la señorita Eleonor.

  Ella lo torturó todos los días de aquella primavera cuando vino de visita y se quedó en casa de los Marmontel, donde él trabajaba como mozo de cuadra siendo todavía un adolescente. Todas las mañanas bajaba a los establos de su anfitrión y jugueteaba con las yeguas y los potrillos. Mientras, le sacaba la lengua y se reía de él, luego se levantaba el vestido y le enseñaba las piernas, hasta se toqueteaba mientras lo miraba boquiabierto. También le mostraba los pechos, blancos e hinchados por la pubertad, incluso una vez le dejó tocarlos.

  Eran suaves y olorosos, tibios al tacto, pero cuando ya no podía más, cuando las venas del cuello parecían reventársele, ella se retiraba amenazándolo con contárselo al patrón, diciéndole enfermo pobretón, rata pervertida, asqueroso mirón. Luego se iba a la casona, dejándolo en un estado de excitación extremo, mezclado con el temor de ser reprendido, echado y hasta encarcelado.

  Al día siguiente se repetía la misma historia, terminaba humillado y arrastrado por los caprichos de la señorita, que cada vez se atrevía más, yendo un poco más lejos, retándolo y asustándolo al mismo tiempo. Si hubiese tenido un poco de experiencia en los asuntos del amor, sabría que la señorita deseaba que tomara la iniciativa, que la tomara y la besara a la fuerza, que su coquetería era curiosidad y que, al ver la duda en él, se sentía herida en su amor propio, por lo que lo molestaba y amenazaba.

  Pudo aguantar un mes entero, pero se hizo insufrible. No podía prestar atención a su trabajo, por lo cual lo requerían continuamente. No podía dormir bien por las calenturas que le venían en la noche y, cuando lo hacía, soñaba invariablemente con la señorita, teniendo sueños sucios que confesaba todos los domingos en la iglesia y que al padre le encantaba oír. Luego le perdonaba los pecados en nombre de la trinidad y le mandaba a rezar una infinidad de oraciones, haciéndole prometer que la próxima semana le contaría más sueños.

  Amanecía sucio de sus propios fluidos, lo que acarreaba la burla de los otros chicos, con los que compartía el dormitorio del orfanato. La situación empeoraba cada día más. La muchacha, tres años mayor, no se conformó con torturarlo mentalmente, así que pasó a lo físico. Le azotaba  con la fusta  de arrear a los caballos si le sorprendía excitado, mientras ella se le insinuaba medio desnuda. Encima de todo no podía pedir ayuda o gritar, primero lo tocaba y se dejaba tocar, luego le pegaba justo en sus partes, causándole un inmenso dolor que le duraba todo el día.

  Una noche, en la que no podía conciliar el sueño, fue a las letrinas para auto satisfacerse. Escuchó unos gemidos que venían del fondo y se dirigió hacia allí, lentamente y sin hacer ruido alguno. Al doblar la última de las letrinas, sorprendió a una de las monjas que los atendía desnuda, mientras el cura, también desnudo, la montaba como hacían los perros callejeros. Los estuvo mirando unos minutos hasta que el hombre se percató de su presencia. Entonces lo llevaron de las orejas a la sacristía y el cura le propinó tal paliza, que cuando terminó no pudo levantarse del piso.

  Allí lo dejaron, sobre la fría y húmeda piedra, fue entonces cuando conoció a su amigo, quien lo protegería por el resto de su vida y lo acompañó hasta que se convirtió en un hombre. Es verdad que a veces era un poco duro con él, lo insultaba y le decía las verdades en la cara, como si lo conociera mejor que él mismo, le hacía ver sus errores y sus debilidades y le señalaba el camino a seguir. Pero también era verdad que se encargaba del problema, quitándole del medio a las personas que le maltrataban o que le impedían ascender en la vida. Así fue siempre y la primera vez no fue la excepción.

  El día después de la paliza llegó un poco tarde a las cuadras de su amo, pues tuvo que pasar por la enfermería, donde inteligentemente dio la excusa de haberse peleado en la calle, ya que estaba bajo la mirada atenta de la misma monja que sorprendió en la noche.

  Antes de llegar a la casona notó algo inusual, las criadas corrían de acá para allá, tapándose la cara o la boca y dentro se escuchaban gritos espeluznantes. La señorita Eleonor había sido asesinada en sus aposentos. Sintió que se le oprimía el corazón. No sabía bien por qué, pero tenía la certeza que su nuevo amigo tenía algo que ver con esto. A medida que subía las escaleras el pecho se le achicaba, las personas subían o bajaban por su lado, corriendo y vociferando, pidiendo un médico, un cura o un policía sin prestarle la más mínima atención. Cuando llegó a la habitación, una doncella se encontraba desplomada en una silla y el mayordomo trataba de que volviera en sí, otros lloraban en el pasillo. Penetró al cuarto sin que se molestaran en verlo y se aproximó a la alcoba. El cuerpo adolescente de la chica que nadie se había preocupado por cubrir se encontraba desnudo, con los brazos y las piernas extendidos, formando una x que ocupaba toda la cama, todo estaba cubierto de salpicaduras de sangre, unas gotas más grandes que otras, llegando a varios metros de la cama y sobre la pared, en la que se recostaba la cabecera.

  El epicentro de esta explosión roja lo constituía lo que una vez fuera la cabeza de la muchacha, en su lugar solo había un amasijo de huesos, cerebro y cabellos rubios. Donde debía estar la cara un adoquín sobresalía del conjunto, como si hubiese caído del cielo, atravesando el techo y cayendo justo sobre ella, provocando un cráter rojo y viscoso.

  Era la primera vez que veía algo parecido y el estómago no pudo aguantarlo, se fue corriendo escaleras abajo dejando todos los escalones manchados con su bilis y con la sangre, llevada en sus zapatos. Esa vez también corrió, loca y desesperadamente hasta llegar al orfanato.    Fue directo a las letrinas, pero no encontró a su amigo. Lo buscó por horas y cuando apareció, se enfrascaron en una discusión donde Dumpin, que era el nombre de su amigo, admitió el crimen.

 — ¿No era lo que querías? ¿No era lo que querías? ¡Admítelo cobarde, admítelo!

 — ¡Sí, lo quería, pero también la quería a ella! —dijo entre sollozos Alan.

  Se desplomó en el sucio piso y Dumpin adoptó una actitud paternal. Le acarició la cabeza mientras se le calmaba el llanto.

  —Verás que a partir de ahora nadie te lastimará más, yo te protegeré, solo tienes que dejarme arreglar las cosas y hacerme saber cuándo quieres que actúe. Siempre sabrás dónde encontrarme.

  Desde ese momento  nunca se separaron. Dumpin venía a ver a Alan casi todos los días. Los demás chicos del orfanato se fueron alejando poco a poco de él, al parecer sentían celos de la relación que tenían. Muy a menudo sostenían largas charlas en las letrinas o dormitorios. Alan aprendió a no charlar con su amigo durante las horas de trabajo, porque cuando lo sorprendían lo botaban de los mismos sin muchas explicaciones. Por eso, cuando estaba laborando, se limitaba a escuchar a su compañero si lo visitaba y hacía como si no le prestara atención.

  Un año después de los sucesos en la casona, Alan salió del orfanato al cumplir la edad requerida y se colocó de aprendiz en un telar. Con el tiempo y con la ayuda de Dumpin, se hizo un experto en el manejo de las máquinas. Llegó a rendir por dos trabajadores adultos, lo que le atrajo nuevos enemigos que veían en él un mal ejemplo, pues el capataz los comparaba cuando no trabajaban rápido y lo ponían de ejemplo.

  Lo golpearon y esta vez era peor, porque eran hombres rudos quienes lo hacían. Estuvo dos días sin poder ir al trabajo y, cuando lo hizo, lo llevaron directamente al gerente, donde explicó las causas con lujo de detalles, como se lo había recomendado Dumpin.

  —Me han hablado muy bien de ti —le dijo el gerente cuando se quedaron a solas—, eres el mejor de los operarios y no me gustaría deshacerme de alguien como tú. De hecho, quisiera saber una cosa. Si alguna vez queda vacante un puesto más responsable, ¿te gustaría ocuparlo, quizás de capataz?

  —Por supuesto, señor —respondió Alan, mirando al gerente a través de sus hinchados ojos.

  — ¿Serías tan responsable y trabajador como eres ahora?

  —Lo sería más, señor. Le prometo que los hombres bajo mi mando trabajarían el doble.

  —Bien, pero por ahora regresa a tu lugar, ya veremos si alguno de tus superiores abandona el puesto. Te doy mi palabra de que tendrás una oportunidad si eso sucede.

  Los abusos continuaron. Cuando pasaban por detrás de él en el puesto de trabajo le golpeaban en la cabeza, haciendo que su cabello volara en todas direcciones, provocando la risa de todos en el taller.

  Le hacían tropezar, le quitaban el almuerzo o se lo volcaban, le derramaban agua encima y todo tipo de molestias y agravios. Aguantó hasta donde pudo, pero todo tiene un límite y él llegó al suyo. No pudo más y se lo contó a su amigo, que ya llevaban juntos unos años.

  Estaba llorando su desgracia cuando se presentó Dumpin. Lo encontró en el piso, acurrucado y húmedo, producto de la última broma de sus compañeros de trabajo, temblaba como una hoja y clamaba por ayuda. Esta vez Dumpin no le reprendió por su debilidad, le acarició la cabeza y le aconsejó que se acostara a dormir, que a la siguiente mañana todo se resolvería y así lo hizo.

  Cuando llevaba dos horas trabajando lo llamaron de la dirección.

  —Buenos días. ¿Me mandó a buscar, señor? —le preguntó al gerente, después de llamar a la puerta y recibir la autorización para entrar.

  — ¿Recuerdas cuando te dije que te daría una oportunidad? —respondió el hombre detrás del buró sin devolver el saludo y sin ponerse de pie.

  —Claro, señor. Nunca olvidaré lo amable que...

  —Pues esa oportunidad se dio hoy —interrumpió el gerente—, precisamente en tu área. Ve a tu casa y descansa, mañana comienzas como capataz del bloque dos. ¿De acuerdo? Ya puede irse.

  —Señor, ¿puedo preguntar qué le pasó al capataz que nos supervisaba?

  El jefe se revolcó en su asiento visiblemente incómodo, pero le respondió.

  —Lo encontraron muerto en su apartamento esta mañana, pero no lo digas a nadie, o comenzará el chisme en toda la fábrica.

 — Sí señor, no diré nada.

  Se retiró con un sabor raro en la boca, pues adivinaba quién lo había ascendido. Claro que deseaba el puesto, pero el capataz no le caía tan mal. No pudo dormir en toda la noche por el nerviosismo que le provocaba pensar en enfrentarse a los que abusaban de él todo el día.

  Los nervios primero y el sueño y el cansancio después, le impidió levantarse temprano. Se pudo dormir casi a la hora de salir para el trabajo y despertó mucho después de que se cumpliera la jornada laboral. Ya se daba por cesanteado cuando llegó Dumpin.

  —No te preocupes —le dijo—, yo fui en tu lugar y todo salió a pedir de boca.

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