Maldito niño insolente

Deberían otorgarle un premio por la extrema santa paciencia que tenía, en serio. Llevaba poco más de ocho meses soportando al chiquillo impertinente. Cada día era lo mismo; bueno, algo así.

Aquella tranquilidad que disfrutaba cuando bebía el té y leía —después de una exhausta jornada de trabajo— se había esfumado. Su rutina había modificado radicalmente desde aquella tarde en la cual lo conoció y, en algún punto, pensó que se cansaría, que lo agotaría o algo por el estilo. En efecto, lo hizo, se cansó. Sin embargo, aquel cansancio producto del carácter extrovertido del chico había quedado en segundo plano luego de un par de largas semanas cuando se dio cuenta de que, muy a su pesar, le agradaba aquella personalidad tan peculiar. Aceptó el hecho de que le gustaba el singular carácter del chico, pero eso era todo. No era como si ahora fueran a tratarse bien, en lo absoluto. Él era un mero cliente más de la cafetería, el chico —aparte de ser el hijo del dueño— era un empleado más con un
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