Dios, ¿y ahora qué?

Se despidió de sus padres, prometiendo que iría más seguido a verlos. Su mente estaba atosigada de pensamientos enredados. Quizá fue mala idea contarles sobre los acontecimientos que vivió en los últimos meses (sus jóvenes vecinos, el longevo que le recordaba a su abuelo y el chiquillo de la cafetería), pero realmente necesitaba desahogarse y contarlo todo. Por supuesto, su madre lo reprendió al enterarse del trato que él brindaba al —según palabras de su progenitora— «pobre muchachito» de la cafetería. En su opinión, ese mocoso no tenía ni un pelo de pobre y no se debía precisamente a que tuviera una buena posición económica, en lo absoluto. El chiquillo era descarado, impertinente, metiche, muy extrovertido, decía lo que pensaba sin importarle nada, con un ego por las nubes y sumando a todo ese conjunto, la voz aguda, chillona, que lo sacaba de quicio. En resumen, el chico podía ser de todo, pero no estaba ni cerca de ser un pobre muchachito.

Exhaló un suspiro cansino y detuvo un ta
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