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Catherine se había encerrado en su habitación, no había querido hablar ni siquiera con Kit, pese a los años de buena amistad de los que eran poseedores. Por más súplicas que le hizo Alessandro no cambió de opinión. Las lágrimas derramadas toda la noche solo le sirvieron para reforzar aquella barrera que siempre se había puesto para rechazar educadamente a los hombres que se le acercaban con segundas intenciones. Odiaba los cortejos. Cuando se miró en el espejo se dio cuenta del aspecto tan deplorable que tenía, su belleza, ante sus ojos se había esfumado como si el viento hubiera soplado un diente de león.

Ya habían pasado algunos minutos desde que una de las sirvientas había subido a dejarle el desayuno por órdenes de su esposo. Oportunidad que aprovechó para ord

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