XXXIV. A un paso

Lo único que se escuchaba en medio de la habitación era el golpe de nuestros cuerpos al chocar, mis gemidos y sus llantos y gritos que alimentaban al animal hambriento que había despertado de su letargo y ahora estaba sediento de ella y todo lo que me brindaba.

Me sujetaba de su cabello con mucha fuerza y las palmas de mis manos estaban marcadas en sus nalgas mientras me perdía en la estrechez de su culo. Apenas si la había tomado, llevándome la gran sorpresa de ser el primero en profanarlo, y ya me recibía de una manera tan exquisita que no podía dejar de ir más profundo y rápido, sacando en ella gritos roncos que me volvían loco y me aseguraban lo mucho que estaba disfrutando.

Las horas habían pasado y la había hecho mía en todos los sentidos habidos y por haber, pero aún no me sentía satisfecho por completo. Cada que terminaba, verla así de bien cogida y llorosa me despertaba al instante y terminaba por fundirme una vez más en sus ricos y apretados adentros. No solo era su boca lo
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