El convento de Santa Clara no era un lugar de redención, sino de castigo. Las paredes grises y húmedas parecían respirar opresión, y las hermanas que lo habitaban eran más guardianas que guías espirituales. Para Alanna, cada día era una batalla contra el dolor, el hambre y la humillación. Pero había un día en particular que nunca podría olvidar, el día en que su pierna fue lastimada, el día en que el convento le robó algo más que su libertad.La hermana superiora, una mujer de rostro severo y manos duras como piedra, había tomado una especial aversión hacia Alanna. No solo porque recibía dinero de Allison para que la maltrataran, si no tal vez era porque Alanna, a pesar de todo, mantenía una chispa de rebeldía en sus ojos. O tal vez porque la hermana superiora disfrutaba ver cómo la joven que alguna vez había sido una princesa se convertía en una sombra de lo que fue.Ese día, Alanna había sido acusada de robar una hogaza de pan. No era cierto, pero en el convento, la verdad importaba
El amanecer no llegó con suavidad para Alanna. En lugar de la calma promesa de un nuevo día, fue despertada abruptamente por el chirrido oxidado de la puerta de su celda abriéndose de golpe. El sonido rebotó en las frías paredes de piedra, sacándola de su ligero sueño con un sobresalto.Parpadeó varias veces, desorientada por la penumbra que aún llenaba la habitación, hasta que distinguió la silueta rígida de la hermana superiora de pie en el umbral. Su figura imponente estaba recortada contra la débil luz del amanecer, y su rostro, marcado por una severidad inquebrantable, parecía aún más duro bajo la sombra de su toca.No hizo falta una palabra. La expresión de la monja bastaba para dejar claro que aquel día no traía consigo ninguna clase de misericordia.—Levántate, perezosa —gruñó, golpeando el bastón contra la pared.El sonido seco resonó en la celda como un aviso de lo que podía venir si no obedecía rápido. Alanna sintió el dolor punzante en su pierna, como si el hueso estuviera
Ese golpe no había sido solo un castigo. Era una despedida. Una última herida, una última marca, una última prueba de que, incluso en su partida, el convento se aseguraba de recordarle que nunca había sido bienvenida.Pero Alanna se negó a detenerse.Enderezó la espalda y, con el orgullo intacto, no se permitió cojear, no mostró debilidad. Su rostro permaneció impasible, como si la herida no ardiera, como si su carne no gritara de dolor.Miguel no notó nada.Sin mirar atrás, Alanna siguió caminando.Salieron del convento en un silencio tenso. Afuera, un coche negro los esperaba. Miguel abrió la puerta con brusquedad.—Sube.El coche avanzaba por el camino polvoriento, y el silencio dentro del vehículo era tan espeso que parecía una presencia más. Sólo el monótono rugido del motor llenaba el vacío entre ellos.Miguel la observaba de reojo. Esperaba alguna reacción, alguna palabra, cualquier indicio de que la Alanna de antes seguía allí. Pero ella no se inmutaba.—¿Vas a decir algo? —s
El mármol de la escalinata de la mansión Sinisterra parecía un abismo infranqueable. Cada escalón era un desafío, cada paso un suplicio que la hacía apretar los dientes. Alanna sabía que no debía detenerse, que debía seguir adelante sin importar el ardor que le subía por la pierna herida, sin importar el cansancio que le nublaba la vista.Había caminado todo el trayecto hasta allí, con el cuerpo agotado y la mente sumida en una neblina de recuerdos. Recordando la humillación de ser abandonada en el camino, el eco de la puerta cerrándose tras ella, el polvo levantándose cuando el auto de Miguel se alejó.Había creído que después de todo lo que había vivido, ya no podía dolerle más. Pero sí podía.Se sostuvo de la barandilla de hierro con dedos temblorosos. Un paso más. Solo un paso más.Entonces, el sonido de un auto interrumpió el silencio.El rechinar de los neumáticos sobre la grava la hizo detenerse por un segundo. Alanna no necesitó voltear para saber quién era.Lo supo incluso a
Alzó el puño con esfuerzo y golpeó la enorme puerta de madera.El sonido resonó en el vestíbulo. Hubo un breve silencio, y luego, la puerta se abrió con brusquedad.Helena Sinisterra apareció en el umbral.El tiempo pareció detenerse.Los ojos de Helena se abrieron con horror al ver a su hija. Sus manos temblorosas se aferraron al marco de la puerta como si necesitara sostenerse para no desplomarse.—Dios mío… —susurró, con la voz quebrada.Alanna sintió un nudo apretándole el pecho. Había pasado tanto tiempo sin ver a su madre, sin escuchar su voz, sin sentir el calor de su presencia. Durante años, en sus momentos más oscuros, había soñado con el día en que volvería a verla. Pero ahora, nada de eso importaba.La miró con una expresión vacía, como si no la reconociera.Helena, en cambio, sintió que algo dentro de ella se desgarraba al ver a su hija tan delgada, sucia, con el rostro pálido y demacrado. Sus ojos recorrieron la hinchazón de su pierna, la forma en que su cuerpo temblaba p
A la mañana siguiente, un estruendo la despertó.Se incorporó de golpe, su corazón martilleando contra sus costillas.—¡No! —el grito desgarrador de Allison resonó por toda la casa.Alanna apenas tuvo tiempo de girarse cuando sintió un golpe agudo en su brazo.El jarrón roto a sus pies le hizo entender lo que había pasado. Allison lo había arrojado… y ahora la porcelana rota había dejado un corte profundo en su piel.—¡Alanna! —gritó Allison, llevándose las manos a la boca—. ¿Qué hiciste? ¡Te lastimaste!Antes de que Alanna pudiera reaccionar, la puerta se abrió de golpe y entraron Miguel y Alberto.—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Alberto con el ceño fruncido.Allison corrió hacia Miguel, temblando.—¡Hermano, tienes que hacer algo! ¡La encontré lastimándose con los pedazos del jarrón!Alanna sintió que la sangre se le helaba.—Eso no es cierto —dijo con calma, aunque su voz estaba cargada de rabia contenida—. Ella lo rompió a propósito.—¡Eso es mentira! —sollozó Allison—. ¡Yo sol
En una lujosa suite en París, Leonardo se encontraba de pie frente a un gran ventanal, observando la ciudad iluminada bajo la noche. Su silueta alta y esbelta se recortaba contra el reflejo de las luces doradas. Vestía con impecable elegancia, su porte imponente transmitía autoridad, pero lo que realmente helaba la sangre de quienes lo rodeaban era la frialdad calculadora en sus ojos oscuros.No era un hombre que se dejara llevar por emociones innecesarias. La paciencia y la estrategia eran sus armas más letales. Todo el mundo le temía. Desde sus asociados hasta sus enemigos sabían que un solo error ante él podía significar la ruina.Su odio hacia los Sinisterra era profundo, enraizado en su propia sangre. Esa familia había sido la responsable de la muerte de sus padres. No importaba cuánto tiempo hubiera pasado; la deuda de dolor y sufrimiento seguía intacta en su memoria.—No descansaré hasta verlos postrados —murmuró con una sonrisa helada—. Humillados, pidiendo clemencia.Cada mov
Los días en la mansión Sinisterra eran insoportables para Alanna a pesar de que se mantenía apartada de todos, con la mirada siempre distante y la voz cortante. Allison no perdía oportunidad de molestarla, siempre con comentarios afilados disfrazados de dulzura delante de sus padres. Helena no podía ignorar la opresión en su pecho cada vez que veía a su hija. La frialdad de Alanna no era solo una barrera, era un reflejo de todo lo que ella había permitido que sucediera. Había sido testigo de cada humillación, de cada injusticia, de cada momento en que Alanna había sido relegada a la sombra de Allison. Y, sin embargo, nunca había hecho nada para protegerla.Recordaba cuando Alanna la amaba, cuando la miraba con adoración, cuando corría a sus brazos con la esperanza de recibir una caricia o una palabra de afecto. Recordaba las noches en que la pequeña se acurrucaba a su lado, contándole con entusiasmo sobre sus sueños, sus ilusionesPero ahora, su hija no esperaba nada.Una tarde, con