—Gracias por recibirnos, Señora Hypatia —agradeció el Dr. Krass mientras él y los otros dos crononautas penetraban en el salón de conferencias, entonces vacío, donde la filósofa se sentaba en su trono académico.
—Es un placer ayudar a los extranjeros, especialmente a tres tan inusuales como ustedes —respondió gentilmente— ahora díganme que puedo hacer por ustedes.
—Necesitamos de su intervención —explicó Saki— para que salve a una muy querida amiga nuestra que actualmente se encuentra prisionera del prefecto Orestes. Se llama Astrid y es una mujer nórdica.
—Necesitamos que interponga sus influencias con Orestes —suplicó Tony— para que libere a Astrid.
—A pesar de los rumores —dijo Hypatia con la mirada fija pero con una sonrisa de picardía— Orestes y yo
Arizona, Estados Unidos de América, año 1890 DC.Una boda se realizaba en una vieja iglesia rural ubicada en un pueblo fronterizo con México. La localidad era una pequeña excusa de pueblo consistente en edificios viejos y carcomidos, carentes de pintura y cubiertos por capas de polvo. El mejor conservado era la capilla católica cuya punta tenía una oxidada cruz que dibujaba una sombra torcida en el suelo producto de la luz solar. Una sola calle de tierra recorrida por arbustos rodantes conectaba la iglesia con la entrada del pueblo, franqueada por los edificios ruinosos.Un nutrido grupo de jinetes que provenía del fiero desierto, dibujaron sus siluetas en el horizonte conforme se aproximaban al lugar. Eran diez, encabezados por una figura sombría. El que cabalgaba más al frente era un hombre vestido todo de negro, con una larga gabardina, un sombrero vaquero, botas, guantes y con anteo
Deadwood, Dakota, Estados Unidos de América. El Burdel Flor del Oriente era el más grande de los prostíbulos dirigidos por la muy nutrida comunidad china en el pueblo de Deadwood. En su interior, hermosas y jóvenes mujeres orientales prestaban servicios sexuales a la diversa clientela que llegaba al pueblo.Una de las jóvenes más cotizadas era la hermosa China Doll, una belleza nativa de Cantón capaz de romper muchos corazones. La joven se encontraba indecisa cuando sus servicios fueron contratados por ese brutal gigante que parecía provenir de alguna legendaria tierra perdida del Asia Central, pero la presión del proxeneta chino a cargo del local, un viejo y regordete sujeto con una cabeza calva salvo por su larga cola en trenza, y vestido con un traje chino de seda, la obligó a aceptar el trabajo.Un alarido desolador retumbó en la estructura del burdel, al
Los cuatro crononautas fueron llevados maniatados hasta un viejo y derruido edificio de piedra con barrotes oxidados en las ventanas, y sin techo por lo que la estrellada noche era perfectamente visible. Las ruinas eran el remanente de una antigua prisión que había funcionado en el lugar unos cien años en el pasado. Fueron encerrados en una vieja celda. El Dr. Krass, con el brazo en cabestrillo y con la herida vendada pero doliéndole terriblemente, se encontraba pálido y tembloroso, aunque todos mostraban los estragos de la tensión. Les habían quitado el sistema portátil de Prometeo y sus armas, incluyendo la espada de Astrid.—Me gustaría tener una armónica —bromeó Tony, pero la broma no caló bien en los demás.—¿Quién es ese tipo y por qué tira rayos de las manos? —preguntó Saki— debe ser del futuro…&mdash
Arizona, Estados Unidos de América, año 1890 DC. Una boda se realizaba en una vieja iglesia rural ubicada en un pueblo fronterizo con México. La localidad era una pequeña excusa de pueblo consistente en edificios viejos y carcomidos, carentes de pintura y cubiertos por capas de polvo. El mejor conservado era la capilla católica cuya punta tenía una oxidada cruz que dibujaba una sombra torcida en el suelo producto de la luz solar. Una sola calle de tierra recorrida por arbustos rodantes conectaba la iglesia con la entrada del pueblo, franqueada por los edificios ruinosos. Un nutrido grupo de jinetes que provenía del fiero desierto, dibujaron sus siluetas en el horizonte conforme se aproximaban al lugar. Eran diez, encabezados por una figura sombría. El que cabalgaba más al frente era un hombre vestido todo de negro, con una larga gabardina, un sombrero vaquero, botas, guantes y con anteojos oscuros. A su derecha cabalgaba un sujeto extremadamente
Carol Red se adentró en el salón de Swearengen moviendo las puertas plegadizas con mirada sórdida y adentrándose en las penumbras del antro. Tenía sus sentidos alertas y su gabardina por detrás de las fundas de las pistolas. Sus botas resonaban estruendosamente conforme pisaban los viejos tablones. Un ruido estrepitoso emergió de entre los oscuros pasillos del segundo piso, pero los agudos sentidos de Red lo detectaron y dispararon de inmediato en cuanto percibió la sombra humana y el sonido del casquillo preparándose. Uno de los hombres de McMahon se desplomó malherido y rompió el barandal colapsando sobre el suelo, muerto. Un nuevo ruido brotó del otro extremo, de la entrada a la cocina. Una figura sombría se materializó allí con sus armas preparadas, pero de nuevo, Red fue más rápida y lo ultimó. Un tercer sujeto emergió detrás de la barra con un rifle que casi le vuela la cabeza a Red quien, por centímetros, esquivó el disparo que destrozó la ventana
Francia, Europa, año 1191 DC. —¡Por favor! ¡Deténganse! ¡No me lastimen más! —suplicaba la voz de Tony Edwards retumbando entre los lóbregos calabozos de la Inquisición. Un lugar sórdido, repleto de ratas y con un aroma pestilente. La sala de torturas medievales donde se realizaba el interrogatorio tenía una chimenea que se mantenía encendida con vivas llamaradas donde calentaban fierros para quemar la carne, una jaula que colgaba del techo y contenía el esqueleto de alguien que murió de hambre y de sed, una dama de hierro entreabierta con su afiladas púas en el interior, largas cadenas con grilletes que colgaban del techo y otros artefactos de tortura. Uno de los verdugos movilizaba la ruidosa arandela giratoria cuyo mecanismo provocaba que dos bloques del potro se separaran entre sí. Tony, tenía las muñecas y los tobillos encadenados a los tablones del potro y conforme estos se separaban le estiraban el cuerpo casi dislocá
—¿Seguros que esta es la mejor opción? —preguntó el Dr. Krass— ¿Disfrazarnos de leprosos?Los cuatro crononautas se encontraban deambulando por las concurridas calles del Ducado de Normandía cubiertos por andrajosas capuchas oscuras y con vendas sobre el rostro y las extremidades.—Es la mejor forma de cubrirnos completamente —respondió Saki— y nadie querrá tocarnos o registrarnos, ni siquiera los guardias, porque temerán contagiarse de lepra… quiero decir, de mal de Hansen.Pero no duraron mucho de incógnito, pues pronto fueron perseguidos por los pobladores normandos que les lanzaban piedras y les gritaban. Los crononautas debieron correr entre las lodosas calles normandas del medioevo para evitar ser linchados por la multitud furiosa.—¡Oigan, ustedes! ¡Leprosos! —dijo uno de tres soldados que,
—Alguna vez fui como ellos —les decía Sir Bernard mientras cenaban sobre la larga mesa de adobe en el comedor, sentados en elegantes sillas de madera. Sir Bernard se sentaba a la cabecera, mientras que los hombres crononautas se sentaban a la derecha y las mujeres a la izquierda. Magdalena servía la comida consistente en cerdo asado, verduras y vino servido en copas metálicas, y una torrencial tormenta eléctrica acontecía en el exterior. —Fui un devoto cristiano y me enrolé en las Cruzadas hace unos quince años. Recuerdo que el Inquisidor predicaba en aquella época que no servía de nada combatir a los infieles en Tierra Santa si había infieles en Europa. En el trayecto hacia Tierra Santa los cruzados erradicábamos a todo judío, musulmán o pagano que nos encontráramos. Recuerdo que incursionábamos en los bosques del norte donde todavía habitan pueblo