Ambos alcanzan el clímax como si sus cuerpos se rompieran y se reconstruyeran al mismo tiempo. Sus gemidos quedan flotando en el aire, como ecos de una tormenta íntima que acababa de arrasarlos. El sudor brilla en sus pieles entrelazadas, y por unos segundos, todo se vuelve silencio. El mundo exterior deja de existir.Cristóbal se deja caer hacia el lado derecho de la cama, exhausto, con la respiración descontrolada, el pecho subiendo y bajando con fuerza. Úrsula, aún temblando, apoya la cabeza sobre su brazo, reclamando ese rincón de su anatomía como si le perteneciera desde siempre. Luego, su pierna se desliza sobre su cuerpo, cálida, desnuda, posesiva. Reclamando ese espacio que ya no le parece ajeno, como si su cuerpo ya perteneciera al de él.–¿Qué… hemos hecho? –pregunta Cristóbal con la voz ronca, con los ojos fijos en el techo, como si allí pudiera encontrar alguna redención.Úrsula lo observa de reojo, con el cuerpo aún tibio por el contacto reciente, y por primera vez des
El amanecer se cuela tímido por los bordes de las cortinas. Cristóbal abre los ojos con el cuerpo entumecido y la mente envuelta en una bruma espesa de remordimiento. La habitación aún conserva el aroma de Úrsula, de su piel, de su entrega. El desorden de las sábanas es testigo mudo de lo que ocurrió allí, una y otra vez, sin freno ni conciencia.Úrsula duerme a su lado, con el rostro tranquilo, pero él sabe que bajo esa serenidad aparente se esconde un abismo que él mismo ha provocado. Él se sienta en el borde de la cama y pasa una mano por su rostro. No puede mirarla. No ahora. No después de lo que ha hecho. El pecho le arde con una culpa que le corroe los huesos. Se abrocha la camisa sin mirar atrás, como si al evitar verla pudiera borrar lo que pasó.Sale de la casa en silencio, como un ladrón de su propia conciencia. El frío de la mañana lo recibe sin consuelo. Se sube a su auto y enciende el motor sin pensarlo. Su única certeza es que debe irse antes de que el peso de sus deci
Carlos se inclina hacia adelante. –Mi hija cree en ti –dice, sin apartar la mirada. –Te ama. Cree que eres un hombre honorable, alguien que la va a cuidar… y proteger. Pero yo, Cristóbal… yo sé leer los ojos. Y los tuyos no me mienten.Cristóbal siente cómo se le hiela la sangre. Baja la mirada. No puede sostenerla, no puede sostener nada. La culpa lo corroe desde adentro, como una marea oscura que lo arrastra hacia lo más profundo de sí mismo. Ama a Amara, sí. Pero después de acostarse con Úrsula, esa palabra “amor” se ha vuelto difusa, turbia. Dolorosa.–Ambos sabemos que no es así –murmura con voz quebrada. –Ese amor del que usted habla… no sé si existe. Porque ella no lo siente, me lo ha demostrado, una y otra vez, con sus silencios, con sus huidas. Y sin embargo, aquí estoy. Quiero creer –hace una pausa, como si buscara fuerzas en algún rincón del alma. –Quiero aferrarme a la idea de que si ella me eligió y que su aceptó este compromiso, es porque en algún lugar de su corazón…
La tarde cae como una losa sobre la ciudad, y Cristóbal conduce como un autómata, con las manos crispadas en el volante. Pero no disminuye la velocidad. No puede, no debe. Sabe que si piensa demasiado, si cede un segundo a la duda, se detendrá… y no llegará jamás.Cuando estaciona frente a la casa de los Laveau, permanece un momento dentro del coche, aferrado al volante como a un ancla. Mira las luces encendidas tras las ventanas, y siente que la casa entera lo observa. Cada ladrillo, cada cortina moviéndose con el viento, parece juzgarlo en silencio, como si supiera. Como si lo condenara sin necesidad de palabras.Inspira hondo, llenando sus pulmones de un aire denso que apenas calma el temblor en su pecho. No hay marcha atrás. El compromiso está sellado. La mentira ya tiene nombre y fecha. Solo queda avanzar.Cruza el portón con pasos pesados, asciende las escaleras de piedra y se detiene ante la puerta principal. Observa su reflejo desdibujado en el vidrio: un hombre vencido, at
Cristóbal apenas puede contenerse. La proximidad de Amara, su perfume sutil, la tibieza de su respiración tan cerca, son un veneno dulce que lo arrastra irremediablemente. Se inclina hacia ella, decidido a sellar la conversación con un beso que prometa eternidades, que borre sus miedos, que los ate para siempre. Sus labios están a un suspiro de rozarla cuando, de repente, un golpe seco en la puerta los separa de golpe, como una bofetada brutal de la realidad.Cristóbal se irgue de mala gana, conteniendo un gruñido de frustración. Mientras se acerca a abrir la puerta con desgano. Al girar el picaporte, la figura imponente de Carlos aparece en el umbral. Su sola presencia parece ocupar todo el espacio, fría y autoritaria como una sombra inevitable.Amara, lo mira fijamente, pero su rostro permanece inexpresivo, y sus brazos, se cruzan de manera automática sobre su pecho, delatando su incomodidad. –¿Qué necesitas, padre? – pregunta Amara con un tono afilado, cortante, como una daga la
Una hora después Ambos bajan por la escalera, pero Cristóbal camina con la mente nublada y el corazón latiendo en su pecho con fuerza, como si quisiera escapar. Cada escalón que desciende lo acerca más a un abismo del cual no sabe si podrá salir indemne.El gran salón comedor está iluminado por la luz suave de las lámparas, pero para él, la escena se ve sombría, casi irreal. Allí están Carlos y Úrsula, esperando, como si fueran dos sombras que lo acechan. Al ver a Úrsula junto a su prometido, Cristóbal se detiene en seco. Sus pies parecen clavados al suelo, como si el peso de la situación lo hubiera encadenado. Un escalofrío helado recorre su espina dorsal, y por un momento, el mundo alrededor de él se desvanece.¿Qué hacer?, ¿Saludarla como si nada hubiera pasado?, ¿Ignorarla y seguir adelante?. Pero no puede. No puede olvidarla. No puede olvidar lo que sucedió la noche anterior. El recuerdo de sus cuerpos fusionándose en la oscuridad lo asalta, y la culpa y el deseo se entrelaza
Carlos se reclina en su silla, sus dedos entrelazados sobre el pecho, como un juez que acaba de escuchar la sentencia de un acusado que ya sabe condenado. La luz tenue de la sala resalta las arrugas de su rostro, pero no apaga el brillo calculador en sus ojos. Una sonrisa lenta y cruel se forma en sus labios, cargada de una ironía venenosa, como si disfrutara de cada palabra que se le escapa entre los dientes.–Vaya… –murmura con voz suave pero teñida de un sarcasmo tan afilado que corta el aire. Saborea cada sílaba como un veneno que no tiene prisa por soltar, mientras su mirada se clava en el rostro de quien lo observa. Lo dice casi en susurro, como si le hablara a un niño que acaba de cometer el error de enfrentarse a un maestro. –Esto sí que no me lo esperaba, pero… –su sonrisa se amplía, dibujándose como un hacha lista para caer. –Esto es una hermosa noticia.Se inclina ligeramente hacia adelante, con una satisfacción palpable. En su mente, todo está perfectamente calculado, ca
Al día siguiente, Amara despierta sintiéndose todavía más deshecha que la noche anterior. El peso de su decisión le aplasta el pecho, haciéndole difícilmente respirar. Cada movimiento es una batalla contra sí misma, contra el dolor que le taladra el alma.Al salir de su casa, el aire fresco de la mañana no logra apaciguar el nudo en su garganta. Camina hacia el auto con pasos vacilantes, sabiendo que lo encontrará allí, como todas las mañanas, puntual, inalterable. Y efectivamente, Liam la espera, pero ya no es el mismo.Ya no es el hombre que solía mirarla como si fuera el centro de su universo. No. Ahora la recibe con una expresión neutra, profesional, fría. El mismo hombre que alguna vez juró protegerla de todo, ahora levanta un muro entre ellos que a Amara se le antoja impenetrable.El silencio entre los dos es ensordecedor, más cruel que cualquier palabra. Cada segundo que pasan juntos sin hablar es como un latigazo en la piel de Amara, recordándole todo lo que ha perdido. Lo