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Al día siguiente volví al club, buscando a Fabien, pero no estaba por ningún lado. Necesitaba recuperar mi teléfono, no podía dejar que viera lo que estaba en él, era demasiado vergonzoso.

Me acerqué a Salomé, que se veía muy molesta, y la miré.

— Acompáñame, por favor — le rogué.

Ella frunció el ceño.

— ¿A dónde? — me preguntó mientras agarraba una charola.

Le di una pequeña sonrisa.

— ¿Recuerdas al tipo de ayer, el de los ojos dorados? — le pregunté.

Salomé me miró.

— Estás loca. Yo aún quiero conocer a mis nietos — me dijo.

Yo me crucé de brazos y la miré mal.

— Pero no siquiera tienes hijos. No seas mala. Se supone que eres mi amiga. Yo te acompañé ese día a tu cita doble, ¡Me lo debes! Ese tipo tenía mal aliento y me lo aguanté toda la noche, y lo hice por ti — le recordé.

Ella puso mala cara.

— Está bien. Pero ahora ayúdame — me dijo.

Sonreí y empecé a atender las mesas con ella.

Cuando salimos del trabajo, ella me llevo hasta la casa de Fabien, Salomé estacionó su
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