BELLA PSICÓPATA
BELLA PSICÓPATA
Por: Demian Faust
I

¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces cometiendo una acción estúpida o vil, por la única razón de que 'no debe' cometerla? ¿Acaso no existe en nosotros una eterna inclinación, a despecho de la excelencia de nuestro juicio, a violar 'la ley' simplemente porque reconocemos que es la ley?

Edgar allan Poe

Nadie que no haya conocido en vivo a Meredith Lestard sería capaz realmente de entender la clase de persona a la que nos enfrentábamos; sus capacidades de manipulación y los juegos mentales a los que sometía a las personas a su alrededor. Si, sé que muchos estarán pensando que Lestard era ni más ni menos que una adolescente de 16 años que asistía a un colegio católico privado. Sin embargo, soy poseedor de su diario personal, donde ella misma plasmó sus ideas y motivaciones como una oscura crónica que revela claramente una psique perturbada. Sé que la redacción no parece propia de una adolescente normal de esa edad, pero recuerden que Lestard tenía una inteligencia por mucho superior a la normal.

Es, sin duda, un material exquisito de análisis criminológico para entender adecuadamente como funciona la mente de alguien como ella, de una persona tan enferma como para hacer todas las cosas que ella hizo al final.

Sinceramente no me preocupa guardar mi reputación, a pesar de los rumores que han circulado, todo el que me conoce sabe que nunca me ha desvelado “el que dirán”, pero sí me veo obligado a defender a mi compañera Rosa Córdoba, de cuya integridad y profesionalismo nadie puede dudar y que solo su gran lealtad hacia mí puede reprochársele en cuanto al riguroso seguimiento de las normas.

Los nombres y apellidos de las víctimas y algunos de sus familiares han sido cambiados para proteger su privacidad.

David Cortés

Investigador del Poder Judicial

Diario de Meredith.

Mi nombre es Meredith Lestard y soy una psicópata.

Bueno, el nombre oficial es “trastorno antisocial de la personalidad”. Eso lo descubrí a los diez años leyendo un libro de Psiquiatría. Al principio pensaba que todo mundo era como yo; incapaz de sentir algo por los demás, de sentir pena o lástima por otros, de querer ayudar a otros desinteresadamente… de amar.

Todas esas extrañas emociones me son ajenas… alienígenas, por así decirlo. Me percaté de ello cuando mi madre me leía cuentos infantiles y yo no comprendía, no era capaz de entender, por qué debía asustarme o preocuparme de que a Caperucita se la comiera el Cortés o de que a Risitos de Oro la mataran los osos. Simplemente no comprendía en que me afectaba a mí lo que le sucediera a ellas. Pensé que todo mundo era igual a mí pero que fingían…

Luego supe, a los diez años, que no era así. Que mi forma de ser tenía nombre y era considerado un trastorno. ¡Pff! ¡Trastorno! ¡Que ridículo! En realidad me considero un ser superior, un paso más allá en la evolución humana. Eso somos los psicópatas, más evolucionados que el resto de los humanos como lo fue el homo sapien del homo habilis. En un universo que se rige por la ley del más fuerte, el organismo más adaptable es el que triunfa ¿y quien más adaptable que nosotros? La falta de sentimientos y empatía hacia los demás nos hace fuertes. Algún día la Humanidad evolucionará y todos serán como yo.

Pero por ahora no. Por ahora vivo en un mundo hostil regido por sentimentalismos burdos que no comprendo, pero puedo imitar. Me corresponde sobrevivir en este ambiente y me dispongo a hacerlo. Para ello voy a explotar al máximo mis dos principales virtudes: mi inteligencia y mi belleza física, ambas muy por encima del promedio y estoy dispuesta a usarlas en cualquier forma que sea útil para lograr mis propósitos.

Dos semanas después de haber cumplido los 16 años, una compañera de mi colegio fue encontrada muerta en el gimnasio. Había sido estrangulada con un pañuelo de seda. Lo sé porque yo la encontré. Era de mañana, muy temprano, así que debía haber muerto la noche anterior. La reconocí de inmediato: Aurora Velázquez.

Observé su cadáver inerte sobre el suelo con el pañuelo aún alrededor del cuello que comenzaba a ponerse morado. Sentí curiosidad… algo de placer… tenía la mirada desorbitada y la boca abierta. No soy tonta así que no toqué el cadáver, pero lo miré atentamente. Tenía el uniforme intacto. Ese mismo uniforme de falda de cuadros y camiseta blanca que uso yo. Tomé un lápiz y le levanté la falda; la ropa interior estaba indemne. No había sido violada. No había nada que indicara una agresión sexual de ningún tipo. ¿Qué había motivado la muerte de mi compañera?

Me alejé de ahí y llamé yo misma al 911 para informar del hallazgo. Poco después llegó la policía. Muchas de mis compañeras lloraban y estaban nerviosas. Los agentes del Organismo de Investigación Judicial, todos encorbatados y serios, llegaron a acordonar el lugar y tras ellos los forenses que realizaban sus pruebas científicas. Me entrevistaron y les dije la verdad; que la había encontrado allí tirada y había llamado a emergencias, y que no sabía nada más.

El Colegio Santa Eduviges es un carísimo colegio privado de monjas, exclusivo de mujeres y enclavado en el cantón de Coronado, provincia de San José. Se ubica en un viejo edificio grande como un castillo conocido como el Edificio Valladares por el apellido de sus dueños que lo habían donado a la Iglesia hacía mucho tiempo. Toda la propiedad, que contaba con extensas áreas verdes y que había sido acondicionada como centro educativo, se localizaba en un área rural de Coronado característico por su clima frío y nuboso.

Ese día suspendieron las clases porque todas estaban muy afectadas. Bueno, excepto yo.

Por días todo mundo hablaba del asesinato. Hasta se volvió un tema tedioso. Una aburrida misa fue realizada en honor al alma inmortal de Aurora auspiciada por el Padre Tadeo, el sacerdote de cabecera del colegio. La administradora del colegio, la Madre Clara, jefa de todas las monjas, se echó un discurso diciendo cosas a las que no puse mucha atención, pero algo sobre tener consuelo en estos momentos difíciles por la muerte de nuestra querida compañera y bla bla bla. Es una mujer de rostro huesudo y nariz alargada. Recuerdo haber notado como la Madre Clara siempre usaba pintura de labios roja, colorete en las mejillas y unas uñas largas pintadas de rojo. ¡Curioso! Siempre pensé que las monjas no usaban maquillaje.

Pusieron una foto de Aurora en la capilla donde mis melindrosas compañeras le ponían flores y velas. Yo también lo hice y fingí derramar una que otra lágrima. La foto estaba al lado de un enorme retrato fotográfico incoloro de Soledad Valladares, la antigua propietaria del edificio. La vestimenta y el mobiliario parecían de principios de siglo y a su lado estaba un niño de unos nueve años, con camisa, corbata y pantaloncillos; el único hijo de Soledad que tal parece había muerto de pequeño o algo así.

—¿Escuchaste la leyenda, Vero? —me preguntó Ana Martinelli mientras hacíamos fila para retirar el almuerzo.

—No. ¿Cuál? —pregunté con desdén.

—Dicen que el Edificio Valladares está embrujado. Que hace cien años murió una estudiante acá y desde entonce su fantasma mata cada 25 años a tres alumnas. Les anuncia la muerte colocándole una carta de la reina de corazones en sus pupitres.

Creo que mi gesto de desinterés lo dijo todo porque Ana bajo la mirada y pareció hundirse en sus propios pensamientos. Ana es muy diferente a mí. Es introvertida, tímida y retraída. Es de baja estatura, con algo de sobrepeso, usa unos anteojos muy gruesos y una cabellera larga y melenuda que le cubre casi toda la cara. Normalmente taimada e inexpresiva, Ana no tiene amigas, excepto yo. Se aferra a mi amistad como se aferra un perro a su amo. Me acerqué a ella y me volví su amiga precisamente por su soledad… porque vi que tendría en ella una aliada leal a quien manipular… que dependería de mí.

—Y en el caso de Aurora ¿recibió ella la carta?

—Dicen que sí —me respondió como alegrándose de que le prestara atención a su tema.

¡Un fantasma! ¡Bah! ¡Qué estupidez! Después de la muerte no hay nada, sólo el olvido y la desaparición. Sin embargo tal vez encuentre la forma de sacarle provecho a todo este asunto.

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