—Daniel habló conmigo la misma noche del Día de Reyes, justo después de mi presentación en el bar Glint original.Todos los escoltas y agentes alertas con lo que Claudia estaba por decir. Tanto para Maximiliano como para ellos fue un buen comienzo e indicio que la rubia mencionara por fin al fiestero.Ella continuó:—Él me dijo que quería hacerte una broma. Una broma de esas que a veces los amigos hacen para despedir la soltería, ya que no hiciste fiesta de soltero, ni le invitaste al matrimonio. Además, estaba como loco porque no asististe a la celebración que él te invitó, a la de esa misma noche. —Ella suspiró, sintiendo cómo el peso sobre sus hombros parecía quitarse de allí, aunque para trasladarse hacia otros lugares de su anatomía, como sus manos, las cuales restregaba sin parar. Secó sus lágrimas y absorbió por la nariz para poder continuar—. Tú y yo sabemos cómo es Daniel, sabemos que a él le gusta hacer bromas pesadas a sus conocidos y a veces es muy eufórico, nadie lo para,
Carla estaba encendida. Sentía celos y era la primera vez que los experimentaba así de fuerte por su esposo.No se detuvo a analizarse a sí misma, su mente solo quería dedicarse a discutir con él, esclarecer dudas y que él pudiese confirmarle cada cosa dicha por esa mujer de allá en el apartamento de los escoltas.—¿Por qué le das tantos rodeos a mis preguntas? —Carla y Max se detuvieron en la sala, frente a la encimera de mármol—. ¿Por qué no me respondes?—¿Qué rayos te pasa, Carla? Primero, ¿qué te dio ahora por espiarme? Tal vez no te conozca por completo o desde hace años, pero me has demostrado, o me habías demostrado hasta hoy ser una mujer educada, respetuosa y consciente de lo que es la privacidad.—¿Años? ¿Años dices? ¿Los mismos que conoces a esa mujer? Si yo soy una maleducada y nada respetuosa, ¿qué será ella entonces? Porque por algo no debe importarte que hables tan abiertamente sobre sus amoríos delante de tus escoltas.—¿Qué estás queriendo decir? Sí, ella ha cometido
—Max...Eso fue más que suficiente para él, la mención de su nombre en ese delicioso jadeo le desquició. El beso se enervó, sus manos apretaron sus senos por encima de la ropa, buscando el borde de la blusa sin esperar que el mundo se acabara.Carla alzó sus brazos, se dejó hacer, arrobada por sus caricias, necesitándolas como lluvia en el desierto. Tuvo que jadear, alzar su rostro como si quisiera sacar la cara de un mar embravecido. Los labios maestros de Bastidas, ardiendo, prendiendo fuego sobre sus pechos, quemando el medio de ellos, entre sus costillas, sobre su abdomen, levantando la pieza superior del traje de baño y liberando esas tiernas aureolas inhiestas, evidencias de todo lo que ocurría.Carla apoyó un pie en el suelo, dejando que entre los dos bajaran ese leggins que ella se colocó para ir a nadar en la pileta techada hace un rato, arrastrando consigo el bikini del bañador dorado, dejándola sin nada debajo, dejándola en una desnudez parcial que bastó para los dos.Las f
Max no se cansaba de besarla y ella de dejarse besar por él y también de acariciarlo. Podían estar así, juntos, concentrados en cada uno, por horas.Encima de ella, él besaba su espalda, disfrutando de cómo su piel se erizaba con el toque de sus labios contra una tez que acababa de vivir episodios de erotismo puro.«Qué bella es Carla, qué dispuesta, qué experta y preparada para mí», eran alguno de los pensamientos de Max durante o después de hacer el amor con ella.Muchas fueron las agraciadas ocasiones que se amaron esa tarde. Ahora siendo de noche, la misma noche del diecisiete de ese primer mes del año. Sabían que aún existían cosas pendientes por conversar, discutir, confesar, pero ninguno deseaba que explotase esa idílica burbuja de cristal muy fino que traería consigo, al romperse, peligrosos pedazos de vidrio.Sin embargo, Carla también quiso poner un pie sobre la tierra.—Debemos hablar —dijo ella con la voz pastosa, un poco ronca, llena de sueño y felicidad. Y también de ris
Vestido de traje azul rey, un atuendo de tres piezas hecho a la medida, el abogado George G. Miller, con su peinado bien cortado y recién afeitado, llevando un folio hecho de cuero negro y fino consigo, guardando dentro de sí algunas carpetas también de color negro, caminaba con pasos enérgicos a través de los pasillos de un gran centro comercial ubicado no muy lejos del centro de la ciudad.El clima era perfecto, ya el frío amainaba y la luz del sol se mezclaba con las sombras de los edificios y árboles de las plazas. Por ese hecho, gracias al buen clima, optó por disfrutar de ese fresco sorpresivo y no se colocó ninguna chaqueta o sobretodo encima de su caro atuendo de oficina. Después de atravesar las puertas de vidrio del centro comercial, subir las escaleras centrales mecánicas y cruzar a la izquierda, se fue adentrando cada vez más entre tiendas variopintas, mirándolas apenas con su prepotente porte que le sentaba perfecto y le agradaba a las féminas que lo veían pasar, hasta ll
Maximiliano Bastidas cambió la seña con Claudia Leslie por petición de Peter, la mujer ya no podía salir de Londres. Era mejor que no lo hiciera hasta después de emitida la declaración de Carla Davison.Después de que su esposa contó todo lo ocurrido en el gimnasio esa noche a la policía estadal, una declaración que propició la entrega y recibimiento de los documentos emitidos a Daniel Glint por parte del abogado George J. Miller allá en La Ciudad..., se desarrolló un movimiento muy interesante en la clínica Santa María, la misma que tuvo como paciente Hilary Summer y la misma donde pereció.La intervención de la señora Seda Bastidas con la fundación que ella misma fundó, dio inicio, sorprendiendo mucho a Max. Lo que no se le dijo a nadie más que a los tres jefes, a los agentes del rubio Peter Embert, a Lenis Evans y a Carla, es la actuación brillante que realizó Seda junto con las personas que le acompañaron a la clínica, la misma mañana que Daniel recibió los papeles.Desde el minut
La asistente de George, una rubia un poco baja de estatura y muy bien vestida, con un traje de oficina color blanco de camisa magas tres cuartas y pantalón, zapatos del mismo color y tacones un poco altos, pidió entrar a la oficina de su jefe con un toque de su puerta. Prefería hacerlo de ese modo únicamente cuando estaba por realizarse una reunión de mucha importancia, que hacerlo presionando el botón del intercomunicador y hablarle a través del speaker. Ya era dieciocho de enero, las 16:30 horas. Pasada el momento de almuerzo, el abogado recién imprimía el informe de J.T sobre la reunión con la directora de la clínica, enviado por la misma agente a su data privada, y analizaba cada una de las palabras dichas por médico. —Adelante. La secretaria pasó, mantuvo la puerta abierta del despacho para hablarle. —El refrigerio y la sala de juntas están listos, pero la declaración se retrasará. —¿Por qué? —George despegó su mirada de los documentos, apoyándolos sobre el escritorio. —Ha l
Daniel saludó a la asistente de George con un asentimiento y una sonrisa de la que ella evitó arrugar el entrecejo por lo extraño que se sintió, sobre todo el último gesto. —Acompáñenme por acá, por favor. —Ella abrió la sala de juntas, la cual se guardaba tras grandes puertas de madera barnizada y lujosas, presentando a los recién llegados para su jefe. —Miller, ¡muchacho! —saludó el señor que acompañaba a Daniel, vestido de traje color gris plomo, corbata casi negra y llevando lentes de montura. George le estrechó la mano amenamente a ese hombre, mostrando, extrañamente, una sonrisa, gesto que parecía ser sincero para los ojos de quien no le conocía. Su secretaria evitó sonreír, la sonrisa fue atípica para ella, quien comprendió que su jefe tenía algo en mente ese día: casi nunca sonreía abiertamente en medio de casos así de importantes. —Daniel... —saludó el anfitrión, brindándole la mano. Aquel se la estrechó, aunque rápido y sonriendo poco. —Por favor, tomen asiento. ¿Gustan