Durante tres días enteros, Aleckey recorrió cada rincón del bosque, cada cueva, cada paso oculto en el territorio que había protegido con su vida. Su corazón, antes tan firme y salvaje, latía ahora con una desesperación que lo consumía desde adentro. —¡Calia! —rugía una y otra vez, con la voz quebrada, la mirada ausente, las garras extendidas. No comía, no dormía. Solo buscaba. Ebert, su lobo interior, clamaba por ella. Lo empujaba cada vez más hacia la locura, lo arrastraba a su forma lobuna, donde los sentimientos eran más intensos, más violentos. Al tercer día, Ebert tomó el control… y no lo soltó. El alfa del reino se transformó en una imponente bestia rojiza, de ojos dorados encendidos por la furia, y se adentró en los parajes más oscuros del bosque. Nadie volvió a verlo. No volvió a su forma humana. No volvió a su trono. Solo quedó el eco de un lobo aullando en la lejanía… con el alma rota. La manada quedó en un silencio sepulcral. Sin rey. Sin guía. Sin esperanza. Fue ent
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