El motor del auto negro ya estaba encendido, vibrando con un ronroneo elegante en la cochera techada de la mansión Cisneros. El chofer esperaba, serio, junto a la puerta trasera abierta. Adrián avanzaba hacia él con pasos firmes, pero pesados, como quien arrastra más que el cansancio de una noche sin dormir. Llevaba un traje gris oscuro, impecable, aunque aún sin corbata; la camisa blanca apenas abotonada dejaba ver la tensión en su cuello, y los puños de las mangas colgaban desordenadamente. Iba revisando el teléfono, los dedos inquietos sobre la pantalla, hasta que una voz lo hizo detenerse en seco.—¿Tan temprano y ya con esa cara de funeral?Alan apareció desde el lateral, con un café en la mano y unas gafas oscuras que ocultaban sus ojeras pero no su sonrisa socarrona. Sin pedir permiso, se adelantó y se metió en el auto, pero no en el asiento trasero: ocupó el lugar del pasajero delantero, girándose para mirar a su hermano con descaro.—Vamos, súbete. Yo te llevo.Adrián lo miró
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