Oriana observó el relicario oscuro en la mano de Gabriel, su mente trabajando frenéticamente para comprender lo que estaba ocurriendo. La manera en que su cuerpo se tensaba, cómo su expresión oscilaba entre la confusión y el dolor, le decían que algo iba mal. Su instinto le gritaba que ese objeto no pertenecía allí, que era una advertencia. Un obsequio envenenado. —Gabriel, suéltalo —su voz era firme, pero cargada de preocupación. Él parecía no escucharla. Sus dedos se aferraban con fuerza al relicario, su respiración era irregular, y su mirada estaba perdida en un punto inexistente. Su piel estaba más pálida de lo normal y un leve temblor recorría su cuerpo. Oriana se acercó con cautela y, con un movimiento rápido, arrebató el relicario de su mano. Tan pronto como el objeto dejó su piel, Gabriel pareció respirar con más facilidad, pero sus piernas flaquearon y tuvo que apoyarse en el escritorio. —¿Qué... qué fue eso? —preguntó él, su voz ronca. —Una trampa —murmuró Oriana, gir
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