Después de una noche lluviosa, finalmente la calma había llegado, dejando tras de sí un silencio casi imperceptible. Afuera, todo era calma y todos dormían, ajenos a lo que sucedía entre las cuatro paredes de una habitación, está estaba apenas iluminada por la tibia luz de una lámpara de mesa, que acariciaba los contornos de los dos cuerpos con una delicadeza que parecía cómplice.Él la miraba como si fuera la primera vez. No con sorpresa, sino con esa complicidad silenciosa que solo se gana con el tiempo compartido, con las palabras que se dicen sin voz, con las cicatrices que se entienden sin explicaciones. Ella sonreía, y en su sonrisa se deshacía cualquier duda, cualquier sombra del pasado.- No digas nada. - Murmuró ella, posando suavemente sus dedos sobre los labios de él. - Y no lo hizo. Porque no hacía falta. Sus cuerpos hablaban por sí solos, no había necesidad de palabras. Se acercaron como quien se encuentra en mitad del desierto, con necesidad, pero sin prisa, como sabor
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