—¿Qué demonios, Aisling? —gruñó, deteniendo sus pasos. —Tú sigue caminando. —Sí, pero suéltame la oreja —protestó, sintiendo un dolor punzante, pero también cierta estimulación—. Vamos, deja eso. —Son mordiscos de amor —susurró con diversión—. Anda, camina. —Eso duele, ¿sabías? —continuó con la
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