—¡Pablo, amor! —lo llamé desesperada.Pero no volvió la cabeza ni una sola vez. Sus pasos apresurados resonaban cada vez más lejanos, cada pisada aplastando mi orgullo, destrozándolo en mil pedazos. El dolor en mi hombro era abrasador.Mordí mi labio con fuerza, tratando de contener las lágrimas. Cuando finalmente mi visión dejó de ser borrosa, me encontré con una habitación vacía. Pablo no había regresado, no estaba ahí para traer agua fría que aliviara mis quemaduras, ni para preocuparse por mí. Me había dejado sola, con las quemaduras, por ir tras Renata, que temía a la oscuridad.Pero yo era su esposa. La mujer con la que se había comprometido, frente a todos nuestros amigos y familiares, a amar y cuidar para siempre.Sabía que Pablo tenía una ex con la que había terminado de manera abrupta. Fue su promesa, una y otra vez, de que eso había quedado atrás, de que ni siquiera le guardaba rencor, lo que me hizo aceptarlo, enamorarme y casarme con él.Me levanté lentamente, soportando e
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