El reloj en la pared marcaba las diez de la mañana con un leve tic-tac que resonaba en la oficina de Alejandro, una habitación amplia y luminosa, pero que en ese momento parecía más pequeña, más asfixiante. Frente a su escritorio, de pie en una postura tensa, Clara sostenía un sobre blanco. Su rostro estaba pálido, pero su mirada era firme. El silencio entre ellos era denso, cargado de emociones no dichas, de palabras atrapadas entre suspiros contenidos.Alejandro, sentado en su silla de cuero, la miraba con los ojos entrecerrados, intentando procesar lo que acababa de ocurrir. ¿Renunciar? ¿Acaso había escuchado bien? Clara, la mujer que había estado a su lado incluso cuando él no lo merecía, estaba de pie frente a él, entregándole su renuncia. El sobre en su mano quemaba como si fuera un hierro al rojo vivo, y aunque sus dedos lo sostenían con frialdad, por dentro sentía que todo en su vida se desmoronaba.— ¿Por qué? — quería preguntar, pero las palabras no salían de su boca. Él era
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