James finalmente firmó los papeles del divorcio con manos temblorosas, su semblante abatido. Las últimas horas habían sido una pesadilla; la caída de su mundo había sido más rápida y devastadora de lo que jamás hubiera imaginado. Al estampar su firma en los documentos, entendía que su vida en Inglaterra, su noble título, su estatus, y todo lo que alguna vez había considerado su propiedad, se desvanecían ante sus ojos. Isabel ya no le pertenecía, y su pequeño hijo, Arthur, sería criado lejos de su control. Daniel Wycliffe, imponente y sereno, observaba a James con una mezcla de desdén y satisfacción. A su lado, uno de sus hombres acercó una pequeña maleta, que contenía el último rastro material que James llevaría consigo. Daniel: Aquí tienes lo que te queda, entregándole una suma considerable de dinero en efectivo, la única concesión que estaba dispuesto a hacer para facilitar su exilio. Daniel: Los documentos están firmados, y tu destino ya está sellado. Asegúrate de no volver j
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