GIANNA RICCIMe sentía horriblemente mal y no era ninguna amenaza de aborto. Estaba mareada, nauseabunda, pálida, triste y sin ilusiones. La señora Ricci había intentado traerme todos los platillos que Gianna solía disfrutar, pero no era suficiente para quitarme las ganas de vomitar, por el contrario, algunos se me hacían asquerosos, aunque supuse que, en otro momento, no sería así. —Mi niña, ¿qué se te antoja? No hay mejor manera de quitarte las náuseas que complaciendo antojos, pero parece que nada de lo que te ofrezco funciona —dijo angustiada acariciando mi cabello, sentada en el borde de la cama.Entonces llegó a mi nariz un olor muy peculiar que me abrió el apetito y me hizo salivar. Levanté mi cabeza, que hasta el momento había estado colgando del borde del colchón, y la puerta se abrió, era una de las sirvientas con una charola y una sonrisa. La señora Ricci se hizo a un lado para que la mujer pudiera poner la comida sobre mi regazo y cuando por fin destapó el plato, el vapor
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