Había pasado un año desde su salida de Venezuela. Ella ya no se llamaba Tania, sino Melissa y vivía en una hermosa casita junto al mar en un pueblito de Italia. Cosechaba flores, que vendía a los turistas en ramos o macetas, y tenía una afición por cultivar bonsáis.Lucas, quien ahora era Federico, trabajaba como carpintero y herrero en el puerto. No tenían grandes posesiones, pero sí un hogar propio, un auto que nunca los dejaba varados en ningún sitio y un perro lanudo cariñoso.No necesitaban nada más, sentían que tenían más de lo que jamás hubiesen imaginado.El hecho de estar tranquilos, felices y juntos era de por sí una maravilloso regalo. Por eso lo disfrutaban hasta la saciedad.En las noches daban largas caminatas por la playa, tomados de las manos. Disfrutaban del mar y de las estrellas antes de regresar para amarse como si no hubiese un mañana.Los días que no tenían trabajo se iban al cine, a comer en algún lugar de moda, a recorrer los alrededores o se perdían en los cam
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