Lautaro parpadeó. Desde la penumbra de su mundo interior, emergió a la poderosa luz de la habitación que lo cegaba, desconocía y desconcertaba. El sonido de las máquinas, de las voces que murmuraban, de las personas que corrían, parecían lejanos, como si estuviese en un sueño o despertando de él. De a poco, los contornos de las figuras a contraluz comenzaron a serle familiares, pero seguían siendo distorsionados en su mente. ¿Acaso eran médicos? Un huracán de emociones irrumpió en su alma. Sentía mucho miedo, pero a la vez experimentaba algo muy similar a la esperanza. Trataba de enfocarse. ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que sus ojos se habían cerrado? ¿Qué había ocurrido? Intentó con todas sus fuerzas articular una que otra palabra, sin embargo, no podía hacerlo. Sentía su boca seca y sus labios aletargados, los cuales apenas se movían. Al fin, en medio de toda esa angustiante situación pudo distinguir un bello rostro conocido: el de su amada Julieta,
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