Laura humedeció los labios de Emma y no paró de hablar durante todo el día. Le hizo masajes en sus piernas, la peinó, durmió una siesta, le ejercitó las manos, intentó darle de comer, contó historias de su infancia, pero todo sin éxito. Simón, por otra parte, seguía en su proyecto, dibujando la maqueta que quería hacer. Cuando llegó la tarde y se retiró Laura, le dijo a su hermano que debía hablarle como si ella estuviera sana; eso nunca fallaba para que volviera. Le besó la frente y se marchó, prometiendo llegar al otro día a las ocho. Emma estaba exhausta, encerrada en un laberinto del que no podía escapar. Deseaba poder decirle a Simón que estaba bien, pero su voz no salía; al contrario, solo caían lágrimas por sus mejillas. Laura le había parecido muy entretenida; a ratos se reía sin hacer ningún gesto, lo que la hizo sentir un calor familiar. Dieron las ocho de la noche, y al fin quedaron solos. Simón, que ya no sabía qué hacer, se sentó junto a ella.— Perdóname, Emma. Debí decir
Leer más