Ana, ajena a las sombras que invadían la mente de Mario, se entregaba como siempre al cuidado de sus dos hijos.Bajo la luz de la mañana, su rostro delicado irradiaba suavidad, una cualidad anhelada por muchos hombres, deseosos de conservarla eternamente.Emma se comportaba con buenos modales y disfrutaba de su comida, mientras que Enrique, a pesar de sus casi dos años, mostraba reserva. Comía con destreza y sin demostrar emoción alguna en su rostro, simplemente concluía su comida.Mario, observando a su hijo, preguntó:—¿A quién se parece?Ana tomó su taza y bebió un poco de leche antes de responder con voz suave:—Mario, tú también eras así antes, todo te sabía igual, nunca dedicabas tiempo ni pensamiento a eso.—Ahora tampoco le presto atención —susurró Mario—. ¡Hay cosas más interesantes!Emma jugueteaba con el puré de papas, su voz clara:—Papá, ¿qué es más interesante?Ana, dándole un leve golpe a Mario bajo la mesa, intentó disimular su incomodidad. Él comprendió la señal y suje
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