Los sentimientos de Oliver eran un remolino, desde que conoció a la esposa de su padre, quedó encantado desde ese primer momento, si, su madrastra, ¿Qué locuras estaba pensando? Dentro de los hombres hay códigos, que nunca se escribieron, pero siempre debían ser respetados, aunque como todo en esta vida, la palabra “siempre”, no siempre irónicamente, cumplía con su significado al pie de la letra. — ¿Hambriento joven Oliver?— le preguntaba la jefa de la cocina, Marta, al hijo de su jefe, quien se encontraba en sentado en la mesa, repitiendo otro plato de estofado, muy raro en él que siempre llevaba una dieta muy estricta. — La verdad, nunca probé un estofado tan delicioso como el tuyo.— respondió Oliver, sonando un poco melancólico. — Hablas como si volverás a perderte de esta cosa por un largo tiempo.— intuyó Marta, quien conocía muy bien a Oliver, quizás, era quien lo conocía mejor después de su madre.— Siempre fue difícil ocultarte algo, ¿por qué será?— sonrió O
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