Estuve a punto de perderla a ella también. Los minutos que viví en el quirófano, mientras trataba de salvar su vida, fueron los peores y más terribles en mi vasta experiencia como médico. Ella estaba bien, pero de un momento a otro, todo se vino a pique. ¡Mierda! Sigo temblando de pies a cabeza. ―Fue un excelente trabajo, doctor. Me indica mi colega, sacándome de mis pensamientos. Me quito los guantes y los arrojo en el cesto de la basura. ―Por poco los pierdo. Es mi única respuesta. Un tono lúgubre y carente de emoción. ―¿A cuántos médicos conoces que hayan salvado la vida de una paciente después de haber sido decretada muerta durante cuatro minutos? Escucharlo lo hace mucho más real. Los latidos de mi corazón vuelven a dispararse convulsos. Mi sangre se heló cuando escuché el pitido plano y continuo en el monitor de signos vitales y, poco después, la fatídica frase: “la perdimos, doctor”. ―Estoy más que seguro que se trató de un milagro que de mis habilidades como médico. Inh
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