—Es insolente, metiche, molesto, grosero y dice las cosas sin filtros —imperó con desdén mientras gesticulaba con las manos al aire—. No lo soporto. Se la pasa diciendo que gusta de mi y encima de todo tiene la desfachatez de soltar sus perversiones —Exhaló un largo suspiro—. Me saca de quicio, pone al límite mi paciencia. Es descarado. ¿Y sabes qué dijo el otro día? —preguntó, yendo de un lado al otro, paseándose por el living—. Me dijo que tocaría sus cositas mientras gime mi nombre. Qué se cree, ¿eh?—Pues, creo que…—«Oh, sí, sigue así, Eliel, no pares, no pares» —espetó, imitando la voz chillona—. Y después me dice pervertido —Fregó las manos a su rostro—. Me dijo pervertido, ¡a mí! Él es el jodido pervertido, no yo. Maldito mocoso insolente.—¿Acabaste de maldecir y despotricar contra ese chico?—¡No! —exclamó enervado—. Al niño le hace falta mano dura. Le hace falta una estricta educación; alguien capaz de enseñarle modales apropiados, alguien que, de ser necesario, le dé unos
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