Mientras piensa en Mía, en su padre, en su infancia y toda esa oscuridad que lo envuelve, que le faltan las fuerzas, un calor comienza a recorrerlo por todo su cuerpo, los huesos le duelen y siente que la cabeza le estallará. Quiere levantarse, pero no lo consigue y cae en una inconsciencia peor a estar despierto. La noche se le pasa entre una fiebre alta y sueños en los que ve a Mía llorando desconsolada. Por más que trata de callarla, no puede, no lo consigue… se frustra, golpea la pared, lanza los platos y ella se agacha para recogerlos, pero en lugar de hacerlo, se corta las manos. —No… no los toques… no lo hagas… —murmura, tratando de despertar, pero no puede. Así es como a las siete de la mañana Mía lo encuentra cuando le lleva el desayuno, le parece extraño que esté en la cama, decide que mejor se va enseguida, pero cuando vuelve a oír su nombre y un rastro de desesperación en el hombre, se acerca con cautela. —¿Nathan? —Mía… no vayas allí, los perros… no toques eso, te h
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