La novia estaba hermosa, como no podía ser de otra manera, incluso cuando un hálito de tristeza enmarcaba su rostro, pero con un vestido de varios miles de dólares, la peluquería de un millar y el maquillaje de unos cientos, incluso su pena la hacía ver aún más hermosa. Marcia no había ido a ver casarse a su única hija, aunque estuvo con ella la noche anterior y hasta la madrugada, en un intento poco efectivo por darle fuerzas para lo que le esperaba de por vida. El novio no era feo, tampoco un derroche de belleza, más bien del tipo “cara de tonto”, de orejas saltonas, nariz algo prominente y ancha, boca grande y desproporcionada, por la que, cuando estaba distraído, se le salían los dientes superiores, pecas y el porte de un burro de carga. Sin embargo,
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