Brock Ella estaba… feliz. Realmente era feliz, y yo con ella. Para una mujer que vivió en un castillo, Duquesa o no, con mucho espacio y cientos de personas atentas a ella, Azaleia parecía estar como pez en el agua en nuestra pequeña casa. Cada vez nos acercábamos más, como si un embrujo nos dominara. Ella jugaba con los mechones de mi cabello y yo movía su camisón que descubría su hombro y ojeaba su piel, pasaba la punta de mis dedos por su cuello, su escote, colocaba mi pulgar en sus labios entreabiertos. Ella se despertaba, no asustada, no con miedo, sino sonrojada con una sonrisa tímida, a centímetros de mí, como si le gustaran mis acercamientos, mi toque. Jamás pensé que a una mujer le gustaría que yo la tocara, menos ella, tan pequeña, tan suave, tan delicada como una pequeña ave. Nos quedábamos varios segundos viéndonos directamente a los ojos, en una conversación silenciosa, antes del que día comenzara. Era un juego peligroso, uno el que ambos parecíamos querer jugar. La
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