La fiesta siguió sin más percances ni sorpresas. Los niños se quedarían con Mónica y Jonás. Ana y yo pasaríamos la noche en la suite que en antaño ocupábamos cada vez que veníamos aquí. Luego de tirar el ramo, que casualmente atrapó Mónica, ambos nos retiramos a nuestra habitación. Cuando ingresamos al elevador, por instinto, Ana recostó su espalda y me abalancé sobre ella como un depredador. Mis manos afianzaron las suyas sobre su cabeza, besándola con vehemencia.—Me tienes condenado, Ana —murmuré poseído por el deseo—. Me tienes atrapado y sin salida alguna, encadenado a tu cuerpo, dispuesto a caer a tus pies si es preciso, cariño. —Gimió por lo bajo mientras mis labios se deslizaban sobre la piel de su cuello—. Tu cuerpo es mi paraíso, mi infierno, el único lugar del mundo donde quiero perderme, donde no me importaría arder, quemarme si es necesario haciéndote mía siempre.—Ahhh… —se quejó.Se dejaba llevar.—Te necesito, Ana. Te necesito para siempre en mi vida —manifesté en su
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