Con una sonrisa, abro la puerta de la cafetería y me adentro en ella con los ánimos en las nubes. Sin embargo, dicha mueca decae al ver las caras largas de aquellos que están sentados en las mesas rectangulares. Tienen bolsas negras bajo sus ojos y los labios caídos, como si así mantuviesen todo el tiempo. Busco entre las cabezas a la que se supone que es mi compañera. Bajo la vista y reviso los papeles que están encarcelados en una carpeta de plástico verde. Hojeo con rapidez su informe y memorizo sus facciones. Al alzar de nuevo el interés, la vislumbro al fondo, en la esquina derecha, cerca de la cocina, sorbiendo un café lo más de tranquila. Aunque sea su expresión no es de martirio, en lo absoluto; parece una col fresca y única entre varios vegetales estropeados. Me acerco, no sin antes acomodar mi corbata, y me siento frente a ella. Baja un poco su taza y me contempla por el rabillo del ojo. Sus luceros, de un gris azulado, perforan los míos hasta el pu
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