Con una sonrisa, abro la puerta de la cafetería y me adentro en ella con los ánimos en las nubes. Sin embargo, dicha mueca decae al ver las caras largas de aquellos que están sentados en las mesas rectangulares. Tienen bolsas negras bajo sus ojos y los labios caídos, como si así mantuviesen todo el tiempo.
Busco entre las cabezas a la que se supone que es mi compañera. Bajo la vista y reviso los papeles que están encarcelados en una carpeta de plástico verde. Hojeo con rapidez su informe y memorizo sus facciones. Al alzar de nuevo el interés, la vislumbro al fondo, en la esquina derecha, cerca de la cocina, sorbiendo un café lo más de tranquila. Aunque sea su expresión no es de martirio, en lo absoluto; parece una col fresca y única entre varios vegetales estropeados.
Me acerco, no sin antes acomodar mi corbata, y me siento frente a ella.
Baja un poco su taza y me contempla por el rabillo del ojo. Sus luceros, de un gris azulado, perforan los míos hasta el punto de sentirme intimidado. Trago saliva.
—Es un gusto…
—No es necesario que te presentes, Desmond —suelta con una voz suave, casi como si saboreara las palabras con dulzura.
Me rasco la barbilla.
—Creo que ya viste mi informe…
Sacude la cabeza, silenciándome, y deja su taza en la mesa.
—Eres como un libro abierto —aclara.
Enarco las cejas.
Esboza una sonrisa tierna, o eso es lo que parece.
—Antes a ti te dieron un informe detallado sobre mí. —Me arrebata la carpeta y le echa un rápido vistazo. Asiente—. Te dieron lo que les suelen dar a los tontos: lo básico —gorjea. Me regresa el folio y se reclina en su asiento con los brazos cruzados—. No te darán toda la información que pretendías obtener, Desmond. —Carraspeo. ¿En qué momento supo lo que pensaba? Se ríe—. Te sugiero que no conectes tus pupilas con las mías si no deseas que sepa todo lo que se te pase por la mente.
Un nudo se instala en mi garganta, se aprieta y se enrolla con más fiereza. Me ignora y vuelve a agarrar su taza, sopla el vaho y degusta un pequeño sorbo. Aparto la mirada de su rostro y la enfoco en mis dedos entrelazados. Sabía que esta organización, una división especial de la policía, estaba llena de raritos, pero no con especímenes como ella.
Me sorprendo al ver en mis narices su mano extendida.
—Dime Annie, solo Annie.
La estrecho con firmeza, mas no la veo en ningún segundo.
Sus dedos son delicados y la palma de su mano es suave.
Me libera con otra risita y ladea la cabeza. ¿Cómo lo sé? Por el movimiento de su barbilla.
—Hagamos una cosa —comenta. Atrae mi atención; me es inevitable no levantarla—: haré lo posible por no desentrañar tu mente y solo sabré lo que piensas cuando sea necesario. ¿Qué te parece?
No lo dudo: —Me parece bien.
—¡Genial! —Se levanta de un salto con su taza aún en la mano. Ve sobre su hombro, chasquea la lengua y me señala la salida—. Creo que tanta melancolía en el aire puede influir en nuestra conversación, así que es mejor ir a nuestra oficina. Oh, sí, compartimos un habitáculo. No, mi querido Desmond, no husmearé nada de tu vida personal.
Resoplo.
—¿No afirmaste que no me “leerías” la mente?
Se cubre la boca con una expresión divertida.
—Perdón. —Se acerca y su cara se posa a unos milímetros de mi rostro. Otra vez esas pupilas excavan más allá de las mías—. Sin embargo, he de admitir que solo te fastidiaba.
Se aleja y se encamina hacia el largo pasillo que conduce a las oficinas.
La sigo de cerca; su cabello parece naranja por la luz incandescente de las bombillas, aunque en realidad es un rojo extraño, uno que solo se podría ver no natural en cabelleras estrambóticas.
Cierra la puerta detrás de mí cuando me brindó el paso con un gesto escueto.
—Siéntate.
Me acomodo en el sillón que está frente al escritorio abarrotado por pilas de carpetas y un portátil abierto. Veo las paredes con interés; están solas, sin ningún adorno, salvo una pequeña mancha al lado del marco de la puerta. La oficina es simple, casi aburrida.
Se arrellana en su silla y bebe lo último que queda en la porcelana azul.
—A partir de ahora eres mi compañero, por lo tanto, mantendrás conmigo veinticuatro horas si es necesario. Creo que nuestro superior ya te habrá informado con exactitud a qué nos dedicamos —comunica con su mirada puesta en el muro adyacente—. ¿Es así?
—Sí. Sé que esta división se encarga de aquello que la sociedad no puede saber.
—Desde luego. Es mejor mantenerlos en la ignorancia, ya sabes.
Se baja el cuello de su camisa, junto a su corbata, y me deja ver un collar grueso, como de perro, que rodea su delicada garganta. Es de un matiz negro opaco con una hebilla muy pequeña en el centro y una clase de cadena fina en los lados. Arrugo el entrecejo.
—¿Te da curiosidad? —Sonríe. Afirmo con un leve movimiento de cabeza—. Esto supongamos que me mantiene controlada. Artimañas humanas.
—¿Humanas? —musito.
Me ignora aún con sus labios estirados.
—Nos encargamos de las alimañas que yacen en las sombras y en los escombros de la sociedad mortal. Sí, como en los libros fantásticos; vampiros, hombres lobo, brujas, hechiceros, cambiaformas, ogros, orcos, hidras, duendes, gorgonas, elfos… —Hace un ademán desinteresado—. Todo lo que pueda pertenecer al término fantástico y de cuento.
—Tengo entendido que los que más perjudican a la sociedad “mortal” son los vampiros, hombres lobo, ogros, gorgonas, brujas y hechiceros.
—No estás del todo mal —concede al apoyar su mentón en medio de sus dorsos juntos—. No obstante, todos en cierto punto hacen daño y ofrecen aquel terror del que tanto le huyen los humanos. Estropean, perjudican y destruyen. Ahí es cuando entramos nosotros: a regular el desastre que estos seres hacen. —Extiende sus brazos con un mohín satírico—. ¡Somos la perfecta división especial de la paupérrima policía! Bienvenido a PEDS[1].
Se aprieta la corbata y juguetea con las solapas de su chaqueta. Su traje es de tres piezas, al igual que el mío, y del mismo color sobrio. Su chaleco es el único diferente: es gris oscuro, aunque hace un buen juego con el negro de lo demás. En ningún momento hace otra referencia sobre el collar.
Me guardo la curiosidad y me cruzo de pierna.
—Cada dúo está conformado por un humano y un submundo —continúa esta vez con sus luceros fijos en mí—. A submundo en nuestros términos nos referimos a alguien que pertenece a algo que va más allá de la lógica humana, es decir, que nació siendo, uhm, diferente. Puede ser, por ejemplo, un vampiro o un hombre lobo. ¡Exacto! Nuestra división no solo se conforma de humanos, aunque parecer ser así por el ¿decadente? grupo de los tuyos en la cafetería.
—Entonces, ¿tú eres aquí la submundo?
—Ding, dong.
—¿Qué eres?
Me interrumpe al poner su dedo índice entre sus labios.
—Es asunto clasificado. Solo confórmate con el hecho de que sacaré tu culo de cualquier peligro. Cualquier peligro —enfatiza con seriedad.
—Comprendo. ¿Nuestro arsenal se conforma de una Beretta y un cuchillo de combate?
Niega.
—No, Desmond. Puedes incluso manejar dagas ocultas en tu chaleco, como te apetezca. Yo en lo personal me descanto por una Desert Eagle acompañada por un par de cuchillos y unas cuantas dagas. Es obvio que para combate cuerpo a cuerpo se requieren armas blancas y un buen entrenamiento, además de resistencia.
»No solo estoy a tu lado para salvarte el culo o hacer todo el trabajo. Estoy a tu lado para darte apoyo. En realidad, nosotros no hacemos más que actuar cuando es necesario. Casi todo lo hacen ustedes. Solo somos ese as bajo la manga que te saca de un apuro. Eso sí, está en tu decisión el mantenerme solo como un comodín o como una reina. Sugiero que me dejes apoyarte como desee, dado que mi habilidad de saber qué piensan, independientemente de la raza, puede servirte de mucha ayuda. Asimismo, mi velocidad y fuerza, también destreza, pueden hacer que se aliviane un poco la carga sobre tus hombros.
»Ah, bueno, solo es una sugerencia. No te obligo a nada. Después de todo, esto… —tira del grueso collar— me impide devorarte. ¡Oh, vamos, es una broma! —Me tenso. No es una jugarreta, pues la forma en cómo lo pronunció fue muy en serio—. Recuerda, Desmond, que soy muy necesaria, pero en algún momento dado puedo hacerte una zancadilla. Todo depende de cómo actúes y…
Se calla y observa la puerta entrecerrada con las cejas ligeramente fruncidas, luego se levanta y la abre de par en par. Aprieta los puños y bufa.
—Siempre interrumpen lo mejor —musita para sí. Se vuelve y esboza otra sonrisa—. ¿Quedó todo claro, compañero?
Vuelvo a ingerir saliva.
Presiento que a su lado pasaré muchos instantes intrigantes.
✵✵✵
Tamborileo los dedos en el volante del auto.
Annie está a mi lado con los brazos cruzados sobre el pecho y la cara de lado mirando más allá del cristal que la divide de las calles. Toqueteo mi placa detrás de la solapa izquierda de mi chaleco cuando paro en un semáforo en rojo. Inflo los pulmones e intento tranquilizar el latir desbocado de mi corazón.
Se estremece.
—Detente aquí.
—¿Cómo? —indago confundido.
Se gira y mueve el freno de mano con rapidez. Sale del vehículo, camina hasta llegar a mi puerta y la abre.
—Creo que estás de suerte —resuella al quitarme el cinturón y obligarme a dejar el asiento.
La sigo a paso acelerado hasta un callejón detrás del barrio chino en la avenida principal. Me perturba su pose tranquila y esa indiferencia que la caracteriza, y eso que recién la conozco. Saco la Beretta, le quito el seguro y muevo la corrediza. Estoy listo para cualquier extrañeza.
Nos detenemos frente a un charco de sangre a un costado de un contenedor de b****a que despide un olor nauseabundo. El putrefacto aroma revuelve mis tripas. Aguanto una arcada al cubrir mi nariz con el interior de mi codo. Annie ni se inmuta, solo se acerca al basurero, alza la tapa y se asoma. Una expresión tétrica cruza su rostro. Me ve de soslayo y me indica con sus dedos que me acerque. Con valentía, me acerco con mis fosas nasales descubiertas y le echo un vistazo al interior de la caja metálica.
Ya estoy acostumbrado a este tipo de escenarios dada mi experiencia, pero el estado del cadáver es tal que mi piel pierde color y trastabillo. Si no fuera por el férreo agarre de Annie en mi antebrazo, hubiera caído de bruces contra la sangre semicoagulada.
«¿Cómo supo que aquí hay un cuerpo?».
Jadeo e inspiro.
Vuelvo a examinar a la mujer —quizá tenga veinte años o más— en posición semiacostada con las piernas torcidas y puestas en su pecho, no como si las hubiera flexionado, sino como si las hubieran medio arrancado y acomodado allí. Sus orbitas, a falta de ojos, se ven lúgubres. La mueca de espanto que yace en su boca, junto con los labios devorados, parece demostrar un acto caníbal pese a que es todo lo contrario. Lo caníbal solo saldrá en el periódico. Aprieto la mandíbula al detallar que le falta algunas costillas, los pulmones y otros órganos. Solo conserva la piel azulada intacta de su cara. Lo demás ya debe estar en el estómago de alguna criatura sanguinaria.
Me sorprendo al ver a Annie ponerse unos guantes de látex e inclinarse para rebuscar en las bolsas de b****a algo que pueda identificar al cadáver. Sus facciones son perturbadoramente tranquilas, como si el cuerpo que toquetea no tuviese importancia alguna. Al dar con el bolsillo trasero del destrozado short, saca una billetera, la cual se despega de la tela con un fino hilo de un líquido que sé que no es sangre.
—Llama a los peritos —ordena al revisar el interior de la cartera—. Hay que acordonar la zona y dar con el que hizo esto.
—Estoy en eso —expreso con el teléfono ya en mi oreja. Espero a que el timbre desaparezca para dar paso a una voz monótona y aburrida—. Necesito que vengan a la avenida principal del barrio chino, justo en el callejón que divide los distritos.
Cuelgo y la miro.
—Samanta Hunt, estudiante de gastronomía, devorada por un cambiaformas tal vez de tipo reptil. —La vuelve a revisar con más lentitud. Sus dedos se hunden en un hueco hecho con cizaña en su pecho izquierdo—. Le arrancaron el corazón y se lo devoraron. En efecto, fue un cambiaformas tipo reptil; tienden a comerse el corazón luego de torturar a la víctima. Creo que murió después de cinco horas de tortura —susurra esto último al pasar la palma por un tendón que sobresale del músculo casi líquido de la pantorrilla.
Aparto la vista por respeto al percatarme de que fue violada por la abertura en sus shorts a la altura de su entrepierna y por la sangre seca que yace allí.
Las moscas sobrevuelan el pelo rubio manchado de rojo y cerca de su abdomen abierto. Hasta alcanzo a ver una cucaracha que se asoma entre los tejidos destrozados y abiertos rodeados de tensa piel y músculo putrefacto de su garganta.
—Qué buen primer día de trabajo, ¿eh? —bromea al quitarse los guantes.
Me petrifico.
—¿Cómo eres capaz de burlarte estando cerca de esto?
—Ya está muerta. —Inclina su cabeza con un hombro elevado—. No te va a escuchar, ¿o sí?
Desencajo la mandíbula.
Me enervo. Antes de dar un paso para escupirle en la cara qué tan m****a es, oigo las sirenas de la camioneta forense. Me aparto y aspiro para calmarme.
La policía empieza a acordonar toda el área mientras los peritos, con sus trajes blancos, utensilios y cámaras en mano, se encargan de capturar cualquier evidencia posible. Sacan el cadáver como pueden del contendor y lo meten en una bolsa negra casi por partes. Entretanto, Annie habla por teléfono y yo doy un informe detallado de todo.
El coraje sigue corriendo por mis venas, pero ya no es necesario echarle en cara su falta de empatía.
Me yergo y doy unos pasos en su dirección.
—Puedo ubicarlo con facilidad —dice al que está al otro lado—. Ah, no, no, quiero divertirme, así que lo buscaremos como si fuéramos la sosa policía. Mejor cállate, que al fin y al cabo soy yo la que está aquí, no tú. Te adaptas a mis reglas. Bien. Hasta entonces. —Se gira con una sonrisa de labios cerrados—. ¿Preparado para estrenarte en este mundillo?
✵✵✵
[1] Policía Especial del Submundo.
Tararea mientras conduce con suma tranquilidad, como si no hubiese visto algo espantoso hace unos minutos. Aprieto mi cinturón de seguridad y me acomodo mejor en el asiento. En el informe dentro de aquella carpeta plástica verde que me entregó el hombre canoso y de barba frondosa, el cual es nuestro superior, solo se detallaba su nombre, habilidades físicas y rango, nada más, ni tan siquiera que es una submundo o que es telépata o que posiblemente tenga más habilidades mentales. ¡Ni su edad se especificaba! Al enterarme de que fui promovido en la PEDS, no pude evitar sentirme alegre, pues por fin estaría a la altura de mi difunto hermano, que murió en servicio en esta organización. Incluso me mudé de casa para estar cerca de las oficinas y no recorrer toda la ciudad para llegar hasta allí. No solo eso, también obligué a mis padres a cruzar la mitad del país para que me felicitaran. Es tal mi desilusión ahora con la compañera que me ha tocado que la ansiedad provoca q
Nadie se fija en la cabeza cercenada metida en la bolsa negra entre las piernas de Annie, que está sentada frente a mí leyendo el menú. Es como si no la notaran, como si no existiera, ni siquiera sienten el hedor a muerte que expide poco a poco. «Ella manipula lo que ven, eso es más que probable». —¿Seguro que no quieres pedir nada? Salgo de mi trance al oír su melodiosa voz y vuelvo a él cuando una niña de ocho años con coleta pasa a mi lado. Ni se inmuta de lo que la pelirroja frente a mí retiene entre sus pies. —¿Qué has hecho? —suelto cuando retomo mi lucidez. Eleva las cejas y deja el menú en la mesa. —Jugar con la percepción de la realidad de los que nos rodean. —Hunde los hombros y mueve la mano despectiva—. Será mientras comemos. Ese «comemos» me da a entender que estoy obligado a llenar mi estómago sin apetito. Vuelvo a enfocarme en la magnitud de sus habilidades. Poder distorsionar la realidad está más allá de
Deposita la cabeza cercenada aún en la bolsa negra en la mesa metálica de disección de nuestra morgue especializada en seres sobrenaturales. El médico forense, un viejo que ha visto más que cualquiera en esta vida, aplaude eufórico y presiona el cigarro en un plato ovalado que en realidad es de cocina. —Oh, un reptil. —Alza la cabeza y la acerca a su rostro para inspeccionarla mejor de cerca—. ¿Y el cuerpo? ¿Por qué no lo trajiste? —le masculla a Annie, que se encoge de hombros—. Me debes uno. —Hecho, maldito psicótico. Él la ignora y me observa. —¿Y este muchachito? —vuelve a dirigirse a la pelirroja. —Mi compañero —le responde con una sonrisa. —¿Compañero? ¡Por todos los santos de la ciencia! ¿Es en serio? —Deja caer la cabeza como si fuera una pelota y se aleja para agarrar varios instrumentos de disección—. Esto sí es una verdadera hazaña. Annie se mira las uñas simulando a cierto personaje de película y hace un ade
La ignoro cuando entro en la oficina y me siento con pesadez en mi escritorio. Sé que me observa porque mi cuerpo no tarda en intimidarse bajo su escrutinio. Sigue con la burla de las gafas y se apega a ella infantil. Sé, asimismo, que lo hace para fastidiarme. Reprimo un resoplido y deslizo la mirada por la pila de carpetas que tengo encima del escritorio. —Hoy tampoco saborearemos la calle o el bosque —comenta sabiendo qué pienso. Bueno, en realidad deduce mi pensar por cómo miro los folios. —Te vas a empecinar en seguir jodiéndome, ¿verdad? —escupo de repente. Suelta una carcajada aguda. —Oh, vamos, Desmond, solo fue un juego… Interrumpo su melodiosa voz al darle un golpe seco a la madera vieja de mi escritorio. No se inmuta, antes sonríe con fuerza, como si mi arrebato le agrada. —¿Podrías, por lo menos, detenerte por un tiempo? —La encaro frustrado. Se toquetea el mentón, pensativa. —¿Qué me darás a
—Pecar es una proeza exquisita, ¿no te parece? Los policías se miran entre sí, anonadados por su comentario. Entorno los ojos y me alejo de su lado para captar con mejor atención lo que hacen los peritos; recogen el cuerpo —en realidad, lo ponen en una bolsa negra—, así como muestras, toman fotografías y acordonan la zona. A Annie le permiten estar en la escena para poder ver mejor las heridas del cadáver. Es otra mujer joven, quizás estudiante de alguna academia de prestigio por su uniforme recatado de corte de diseñador. Cuando la pelirroja alza la vista y me observa, sé qué hacer. Me dirijo a los policías, los comunes, les muestro mi placa y les digo que a partir de ahora la PEDS se encarga. Pálidos y atónitos, asienten y se marchan en su vieja patrulla. Vuelvo con mi compañero y me sitúo a su costado. Los peritos terminan su trabajo, nos comentan que esperarán en su camioneta y después caminan hacia ella mientras se hablan en voz baja. Ann
«¡Nunca lo olvides, Desmond! ¡No dejes que devore a más celestiales! ¡Sálvalos, límpialos, hazlos volver! ¡No dejes que les haga lo mismo que a mí! Sálvalos, por favor. No dejes que se manchen…».Me remuevo e intento librar mi batalla contra ese paisaje tan desalentador que se genera frente a mí; un lobo hecho de sombras con orbes rojizos devora algo, algo que antes no era malo.«Ahora solo soy un cascarón de lo que fui. Solía ser un celestial».Sueño con esa voz apagada y a su vez colmada de una divinidad extraordinaria mientras aquella bestia despedaza unos miembros.«¡No dejes que devore a más celestiales!».Me despierto con una opresión en el pecho que me impide respirar.«¿A quién le pertenecía esa voz?», me pregunto con la respiración errátic
Desmond, un agente especial de la policía, se sume en un intrincado mundo oscuro y fatídico, donde conocerá a su nueva compañera, llamada Annie a secas por ella misma, que hará lo posible por mostrarle la verdadera perspectiva de los que tanto protege. Acorralado en una aventura vasta y minada por horrores inenarrables, Desmond tendrá que ver cómo poco a poco la llama de su inocencia y empatía se apaga y vuelve en cenizas. Desolado, sin saber qué más hacer, recurre al pasado de la mujer, de aquel ser extraño e inmortal, que azota su mente y moral todos los días. Encontrará un sentimiento reacio a irse y un deseo descomunal que arrasará con todo su raciocinio, y Annie no hará más que envolverlo en sus artimañas para verlo convertido en lo que tanto desea. ✵✵✵ ADVERTENCIA •Esta novela contiene escenas sangrientas muy explícitas, al igual que contenido sexual.