Fueron sus últimas palabras antes de que empezara azotarme con nervio y firmeza. Empezó por las piernas y ascendió hacia el abdomen y luego a los hombros. El fuete sangriento resonaba sobre mi piel, insaciable, silbando en el aire. Mis músculos crispados de dolor, se hinchaban en gruesos bultos bajo la piel. Yo gritaba y lloraba y la maldecía de vez en cuando, retorciéndome de dolor. Pero mis insultos parecían molestarla más, haciéndola estremecerse de cólera. Una o dos horas siguió esa golpiza, después de la cual cayó delante de mí, con el fuete en la mano, encendidas las mejillas, la respiración convulsionada, orgullosísima de haberme azotado. Yo lloraba débilmente, con los ojos inyectados de dolor, la piel vuelta una sola herida. Aún no satisfecha, se acercó a mi rostro en tanto yo la miraba con desprecio, y mirándome a los ojos, me dijo:&nbs
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