Mezclen mi polvo con la marca ardiente, Dispérsenlo libre al cielo Arrójenlo amplio sobre la arena del océano, De picos donde vuelan los buitres. Robert E. Howard Palmira, capital del Reino de Sarcustán. —¡Grandioso y poderoso es el Rey Corath de Sarcustán! —proclamaba Evakros, sumo sacerdote y primer ministro frente al trono del soberano. Corath, sin embargo, aunque rodeado de su corte real, nutrida por ministros, consejeros y militares sumisos y relamidos, tenía el rostro afligido, azotado por el dolor y la pena. Tan hondo y severo era su dolor, que ordenaba la ejecución de veinte jóvenes varones y veinte doncellas cada día. Todo como una forma de que su amargura fuera compartida por todo el pueblo. Sin embargo, los cuarenta mozos infortunados no eran asesinados antojadizamente, pues eran las víctimas que Evakros inmolaba al dios Malloch, como
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