La delantera.

Los medios de comunicación adornaron todo el exterior de la mansión de Davis, en una fila como una manada de leones hambrientos, esperando la hora en que las puertas se abrieran.

La mayoría de los que habían llegado con bastante tiempo de antelación y se había ubicado en la entrada, buscando el mejor ángulo para llevar la noticia a las pantallas locales.

—Ya ha llegado la hora, padre —a sus espaldas, Óscar esperaba como un perro domesticado a que él diera la orden y Albert, quien contemplaba por la ventana el revuelo, giró la cabeza para verlo.

—¿Qué has sabido de Nicolas? ¿Alguna novedad? —preguntó, con la más mínima esperanza de que su pupilo se hubiera retractado de haberle traicionado.

—Nada, no hemos dado con él, y lo último que supimos fue que salió de aquí en su auto, pero no hay consumos en su tarjeta de crédito ni ningún movimiento que pueda revelar su paradero.

En silencio, Albert asintió, apenado por tener que dejar de lado a Nick. Para él, ese era más su hijo que el mismo
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