Capítulo 4
El gran salón vibraba con la expectativa mientras decenas de lobos observaban cómo se desarrollaba el drama.

—¿Puedes creerlo? ¿La hija del Alfa atacó a lobos que aún no se han transformado?

—Bueno, cuando estás tan malcriada, no soportas que alguien sea mejor que tú.

—Gracias a la Luna que su hermano no la está protegiendo.

Bajo la mirada triunfante de Carla, enderecé la espalda. Mi loba se removía bajo la piel, lista para la acción.

—¿El pozo de plata, hermano? —dejé que mi poder se filtrara por el lazo mental de la manada—. Qué medieval de tu parte.

Lo rodeé con lentitud, mientras mi sonrisa se transformaba en algo feroz. —Pero tengo una mejor idea: ¿por qué no lo pruebas tú primero?

El rostro de Miguel se oscureció por la furia.

Carla dio un paso al frente, con lágrimas brillando en sus ojos. —Mariana, sé que me odias, pero ¿cómo puedes hablarle así a tu propio hermano?

Su actuación era perfecta: joven, inocente, herida.

Había un deseo sombrío en la mirada de Andrés mientras la observaba. Entonces habló en voz baja. —Hermana, solo discúlpate. No hace falta llegar a esto...

Sentí a mi loba avanzar hacia la superficie, la transformación recorrió mi cuerpo como un rayo.

—Lo siento —gruñí entre dientes afilados—. No hablo con Omegas.

Mis garras se extendieron lentamente y antes de que alguien pudiera reaccionar, me lancé hacia adelante. Mi fuerza aumentada tomó por sorpresa a Miguel, por lo que salió volando hacia atrás, estrellándose contra Carla.

Cayeron juntos en el pozo de plata, con gritos gemelos de asombro.

A través del lazo mental, envié mis pensamientos burlones. —Hermano, ya que amas tanto a los Omegas, ¿por qué no te conviertes en uno?

Andrés se lanzó hacia mí, con los ojos rojos encendidos por la ira. —¡Mariana, basta de esta locura!

Mis garras dieron con su pecho, ese solo movimiento bastó para lanzarlos a ambos hacia atrás y el pozo de plata resonó con su agonía combinada.

—Ahí lo tienes —ronroneé en el silencio atónito—. Una reunión perfecta.

—¡Basta! —el poder de Miguel chocó con el mío—. ¡Deshonras a nuestra manada! ¿Quién te enseñó a ser un animal tan cruel?

El mismo Miguel de siempre: nunca creyó en mí, siempre vio lo peor, estaba listo para clavarme en la cruz de la vergüenza una y otra vez.

Mi risa salió como un gruñido y el lazo mental vibró con mi furia.

—Nuestros padres estaban demasiado ocupados como para criarme como debían. Así que supongo que fuiste tú, querido hermano.

En mi vida pasada, temía y amaba a Miguel al mismo tiempo. Al ser varios años mayor, fue una figura imponente en mi infancia y mientras nuestros padres atendían los asuntos de la manada, él era quien me cuidaba.

Cada falta menor se pagaba con entrenamientos brutales: correr por horas bajo la luz de la luna plateada o luchar hasta sangrar. Cuando tenía cinco años, me obligó a meterme al río helado en diciembre.

—Un lobo débil es un lobo muerto —dijo, viéndome luchar contra la corriente.

Casi muero esa noche; mi loba era demasiado joven para ayudarme a sobrevivir, por lo que la sanadora de la manada tardó horas en subir mi temperatura. Era tan pequeña entonces.

Pensaba que me amaba. Solo que no sabía cómo demostrar la ternura que otros hermanos le dan a sus hermanas. Luego apareció Carla, y descubrí la verdad; mi hermano no era incapaz de ser tierno, simplemente reservaba esa ternura para otra persona.

Lo vi envolver a Carla con su chaqueta cuando ella cayó en ese mismo río invernal.

—¿Tienes frío? —le preguntó, con una voz más suave de la que jamás me había dirigido.

Lo vi compartir su energía vital con ella, a través del lazo de la manada para calentarla.

Cuando enfermaba, él mismo le llevaba infusiones curativas.

—Tienes que comer bien —le decía, acariciándole el cabello—. Si necesitas algo, estoy aquí.

En mi vida pasada, estuve atrapada en la ilusión del amor, preguntándome por qué mi hermano no podía amarme, por qué mi pareja no podía estar de mi lado.

Solo después de morir lo comprendí.

Era mi propia loba y no necesitaba su amor para sobrevivir.

Mi fuerza era solo mía.
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