CAPÍTULO 86

El aullido de las sirenas y el rítmico ruido de las ruedas sobre el linóleo anunciaron la llegada de una emergencia cuando las puertas del hospital se abrieron de golpe.

Los paramédicos condujeron una camilla por el bullicioso pasillo, con sus rostros en líneas de urgente concentración. En la camilla yacía Ava Montenegro, su forma inconsciente, inmóvil como la muerte misma.

—Tenemos una mujer no identificada, de unos veinti y tantos años. —gritó un paramédico a los médicos que lo recibían. —Parece que tuvo un accidente grave. Y está embarazada.

—¡Movámonos, gente! —ordenó un médico, poniéndose los guantes con practicada facilidad. —Necesitamos estabilizarla y controlar al bebé de inmediato.

Las pruebas comenzaron de forma borrosa: los monitores emitieron pitidos, las agujas perforaron la piel y las máquinas zumbaron, mientras Ava permanecía ajena al frenético ballet de intervenciones médicas que se arremolinaba a su alrededor.

Una pizca de conciencia se deslizó en la mente de Ava,
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