Felipe paró de bailar y conectó su mirada con los ojos grises de su mujer. Unió sus manos y la guió a uno de los bancos que daban al lago. Y lo hizo por la simple y llana razón de que al parecer necesitaba estar sentado para todo lo que Elena iba a contarle. No era tan fuerte como creía. Por años lo había motivado el hecho de recuperar su reino y hundir en la miseria a aquellos que habían destruido su vida. En multitud de ocasiones se había preguntado como una niña que había crecido con él, con la que había compartido sus juguetes y todos sus secretos le había hecho tanto daño. Como una persona tan pequeña había actuado como una tirana. Ahora se daba cuenta que lo que Elena tenía era una gran fortaleza de espíritu. —Cuando mi padre destronó al tuyo —comenzó Elena después de larguísimos segundos—, la situación que presentaba el país era delicada, frágil. Emiliano Fonetti no quería ningún tipo de insurrección y pretendía darle un escarmiento a todo aquel que se atreviera a cuestionar
—Di una orden, princesa —expresó Felipe airado—. Y ni tú ni nadie va a revocarla.—No si yo no lo haré. Lo harás tú —afirmó calmada. Podía jurar que veía el humo saliendo de las orejas de su marido—. Y no deberías gritar tanto, te escucharán hasta en el pueblo. —Gregory no va a regresar. Es mi última palabra.—Oh sí, sí lo hará. No me lo vas a quitar. Sé que te arrepientes de esa decisión porque la tomaste en un momento de ira. Como mismo la de dejarme encerrada en las mazmorras. Así que te ahorre el trabajo de pedirle que vuelva. Ante la única persona que te puedes arrodillar es ante mí y eso como señal de que vas a hacer maravillas con tu boca y lengua. Si no quieres dirigirle la palabra, no lo hagas pero Greg volverá o dejo de llamarme Elena.—Hey, hey ¿a dónde vas? Sabes perfectamente que odio que me dejes con la palabra en la boca.—A la cocina. Tengo hambre. Y estoy segura que sobró tarta de manzana. Podemos continuar discutiendo allí. Felipe no escuchó nada más. Una carcaja
El aturdimiento pintaba el rostro de cada uno de los presentes. Ninguno de los tres sabía que estaba pasando. Sé miraban con los ojos bien abiertos y con la boca en una línea intentando desentrañar ese misterio. Elena carraspeó una vez, dos veces hasta que sintió que sus palabras armarían una oración coherente y viendo que nadie hablaría ella tomó la palabra. Mejor ir delante que atrás. —Bueno en vista de que todos merecemos una explicación extensa es mejor que nos acomodemos. —No lo creo, princesa. Anastasia no tiene que darme ninguna explicación solo enfilar su cuerpo hacia la salida y decirnos adiós por siempre —Felipe llevaba abriendo y cerrando los puños un rato. Tan bien que iba su relación con Elena y de repente ¡zas! el destino les hacía semejante jugarreta. Ese bebé no es mío. No estés inventado musarañas en el aire.—Ya creo que sí, porque por lo que he entendido ustedes se conocen bastante bien. Además yo la conozco también. Aquí no hay equivocación ninguna.Lena intervi
Las lágrimas que corrían por las mejillas de Elena pasaron de ser simples gotas a convertirse en un torrente. Había tenido que parar varias veces pues la intensidad de su llanto le impedía respirar con normalidad y veía borrosa las letras. Cuando acabó se la entregó a Felipe al mismo tiempo que ella iba en busca del nuevo miembro de su familia. De su hija.Hola mi niña bonita susurró abrazándola. Estaban solos en la habitación pues la enfermera había salido dejándoles intimidad.—La buscaremos, princesa. No lo dudes.—No, no lo harás —convino volviéndose y mirando a Felipe a los ojos. Dos voluntades chocaron. Dos miradas se enfrentaron. Respetaremos sus deseos. Y aunque me duela en el alma voy a hacer lo que me pidió. Al pie de la letra.—Vas a aceptarla. —Felipe no preguntó. No hacía falta. Nada más había que ver con la delicadeza y el sumo cuidado con el que tenía cargada a su ahijada. Ahora su hija. —Sí. Esta niña y nuestro pequeño son hermanos. Sé criarán como tal. Juntos. Y des
Diciembre llegó con temperaturas frescas. Se había quedado atrás el pegajoso verano. Aunque era muy poco probable que en Talovara nevara el cielo había adquirido la tonalidad de las tormentas. Y a medida que los días fueron pasando y las hojas de los árboles se caían dejando las ramas desnudas, el dolor en el pecho de Elena había perdido intensidad. Había intentado luchar contra la corriente solo para darse cuenta que las aguas tenían demasiados rápidos. El impulsor, era nada más y nada menos, que una personita de apenas cuatro kilos que la traía loca. Eso y las fotos que había encontrado en el álbum que había cogido de casa de María. En la mayoría había fotos que contaban la evolución de su embarazo pero casi al final había alguna de ellas juntas. Elena nunca había posado para su amiga y a pesar de tomarla desprevenida, las fotografías eran excepcionales. Lo había comprendido al leer la nota del inicio. “Si no me gustara tanto la enfermería sin dudar hubiera sido fotógrafa”. Y si
Elena se había despertado en el mismo instante que Felipe había dejado de abrazarla. Pero la cama estaba demasiado rica y todavía le quedaba sueño como para desperdiciarlo en vano. Habían pasado unos veinte minutos cuando escuchó gritos abajo. Quizás en el ajetreo del día no podía oírse nada desde su ala pero en la tranquilidad de la mañana todo se escuchaba con increíble claridad. Casi corrió cuando identificó la voz de su padre. Y la sangre se le heló en las venas al divisar semejante panorama. No supo si fue la adrenalina del momento o el conocimiento de que si Felipe moría se llevaría consigo su corazón y su alma, pero literalmente voló sobre los escalones. Todo sucedió a cámara lenta. Y la bala que iba a parar a su marido y ser letal para él, impactó en su cuerpo. Sintió como el pequeño trozo de plomo penetró en su carne. Como se abrió. Y el dolor fue tan intenso y visceral como ninguno que hubiera sentido antes. Le iba a dar en la cabeza pero había empujado a Felipe unos mil
Pasó un día, dos, diez, veinte, treinta y Elena seguía igual. No había retroceso en su estado pero tampoco mejoría. Felipe había decidido atenderla en palacio cuando le habían quitado el respirador. Preparó una de las habitaciones más grandes para su uso personal. Pues quería velar su sueño y que estuviera cómoda. La única alegría se la daban sus niños. Ambos iban creciendo cada día aunque Lena estaba intratable. Después de varias horas de llanto se quedaba dormida de puro agotamiento. Extrañaba a su mamá y no era el único. Felipe sentía que su mujer se estaba perdiendo muchas cosas. Muchas primeras veces que serían irrepetibles. Como la primera sonrisa de su hija o como su pequeño se había agarrado al biberón y no lo había soltado hasta acabar. Todavía le decían pequeño o bebé. Felipe no había decidido el nombre. Y habían acordado que el primer hijo que tuvieran juntos sería Elena quien lo decidiría. Dirigió la mirada a la cama y sintió su alma comprimida. Hacían cuatro días
Cinco años después. Felipe entró en su casa cansado después de tan largo viaje. Haber ido al otro lado del mundo por un derrame de crudo en una de sus compañías en el océano Pacífico era extenuante. No importaba que viajara en un avión con todos los lujos y comodidades. La semana que llevaba sin dormir le estaba pasando factura. Anhelaba una buena ducha de agua caliente, jugar con sus hijos y hacerle el amor a su mujer durante días. No precisamente en ese orden. Por ese motivo le extrañó la tranquilidad que sintió nada más poner un pie en el ala donde su esposa y sus hijos vivían. No ver las piernitas regordetas de sus pequeños lo hizo fruncir el ceño hasta que una pequeña con dos coletas y una muñeca en brazos salió a recibirlo.— ¡Papá! ¡Papá! Has llegado. No imaginas todo lo que he aprendido en esta semana. La señorita Bedford está muy contenta conmigo y dice que seré tan inteligente como mamá. —Que bueno, cariño —expresó él mientras la alzaba del suelo y la hacía volar por lo