Jim se prohibió mirar atrás y se encaminó directamente al estacionamiento. La música se encendió cuando arrancó la camioneta. La primera canción lo hizo sonreír. Era la lista de reproducción de Silvia. No la cambió. Sería como regresar a casa con ella.
Salió del aeropuerto pensando que las próximas veinticuatro horas se iban a eternizar, esperando que Silvia le escribiera. Porque sólo entonces sabría si las cosas entre ellos estaban tan bien como parecían, y cómo había tomado su regalo de bienvenida.
No sabía bien por qué le había dado el anillo. Nunca antes había hecho algo así, ni siquiera con Carla. Y se dio cuenta que nunca antes había sentido la necesidad de que una mujer fuera por allí con una señal tan notoria de que era suya. De que estaba con él, su mente millenial corrigió a su corazón cavernícola.
Podía resultar patético, definitivamente prehistórico, pero era lo que sentía.
Quería que durante las próximas semanas, todo el qu
Silvia estuvo a punto de perder su vuelo, absorta contemplando aquel diminuto objeto en la mesa frente a ella.¿Cómo diablos había llegado allí?Un anillo de oro blanco con un pequeño diamante.¡Una alianza de compromiso!¡Ese maldito cobarde! ¡Arrojárselo así, desde una distancia segura, antes de huir despavorido!Pero no importaba cómo, Jim se lo había dado.Era de mi madre, había dicho.Tráemelo de regreso, había dicho.Tuvo suerte de que alguna porción de su cerebro registrara la última llamada para embarcar. Se incorporó sobresaltada, y estaba por apresurarse hacia su puerta cuando sintió un tirón, como una correa al cuello deteniéndola. Giró hacia la mesa y le lanzó una mirada fulgurante a la cosa que casi había olvidado en su prisa.
El teléfono de Jim vibró cuando subía al ascensor de la oficina de Deborah con Sean y Walt. Se alegró al ver el mensaje de Silvia. Había aterrizado en Buenos Aires cuando él aún dormía y ésta era la primera vez que le escribía. Su consciencia, sucia después del golpe bajo del anillo, le había aconsejado esperar y dejarla tomarse su tiempo. Sabía que este primer mensaje le indicaría cómo se sentía Silvia y lo desconcertó verla en una foto cenando con su hermana y dos amigos (¿ése no era el maldito que lo había llamado guardabosques en mayo?), alzando sus vasos hacia la cámara muy sonrientes. Intentaba comprender qué se suponía que significaba cuando notó las palabras que acompañaban la foto. —¿Uno para atraerlos a todos y en las tinieblas atarlos? —leyó en voz alta, perplejo. —El Señor de los Anillos —respondió Sean—. Es como un verso sobre el anillo de poder de Sauron, el Señor Oscuro. —Deberías leer más, Jim —le reprochó Walt. <
A pesar de que hacía seis meses que no veía a Mika, a Silvia le bastó una mirada para adivinar que su hermana menor había estado guardándose más de una mala noticia.Durante la cena, Rob y Juan expusieron sus planes para ese sábado por la noche, pero Silvia se disculpó con la excusa inapelable de estar cansada del viaje.—¿Me ayudás a levantar la mesa? —le preguntó a su hermana cuando terminaron de comer.Sus amigos entendieron y salieron sin insistir, dejándolas solas.—Creí que venías con Lorena —comentó Silvia mientras llevaban todo a la cocina.Mika vaciló, la miró de soslayo, se encogió de hombros.—Nos peleamos.—Ah, mirá, no sabía.—Fue el jueves. No te escribí para contarte porque era tu último día con Jim, y ya sab&iacu
Tobías y Leandro se esmeraron limpiando la Roca Negra para darle la bienvenida, y Silvia sonrió enternecida al comprobar que la casa estaba reluciente. Su mirada de advertencia evitó que hicieran preguntas incómodas al enterarse que Mika no estaba de visita, sino que había vuelto para quedarse. Leandro se fue a cenar con Claudia a Beltane, para darles algo de intimidad a los hermanos. Mika vio que el refrigerador estaba lleno de comida chatarra, y su alma vegana decidió ir al supermercado a comprar algo para preparar una cena saludable para los tres. Apenas salió con el perro, Tobías le preguntó a Silvia qué había pasado para que Mika se tragara su orgullo sideral y regresara a Bariloche. Ella sabía que su explicación lo haría ofenderse a muerte, pero se anticipó a sus protestas. —Te voy a decir lo mismo que le dije a tu hermana. Si no quieren que los siga tratando como nenes malcriados, demuéstrenme que no lo son. Demostrame que no necesitás niñera para segu
Silvia huyó antes que sus hermanos y sus amigos pudieran darse cuenta y retenerla. En un momento estaban todos juntos, brindando por enésima vez, y al siguiente, ella los abrazaba emocionada hasta las lágrimas, repitiendo cuánto los quería. Antes que pudieran darse cuenta, había desaparecido.Recorrió la callecita del bar con la vista alzada hacia el cielo, admirando los colores cambiantes que anunciaban el cercano amanecer. Sus pies no la consultaron antes de encaminarse hacia la playa del centro, bajar las escaleras de piedra y llevarla hasta la orilla misma del lago.Allí se sentó y encendió un cigarrillo, de cara al este. Era el último amanecer de su vida tal como la conocía. El último amanecer con su lago y sus montañas. Como tantas otras veces, hubiera querido ser capaz de capturar cada detalle de lo que la rodeaba hasta donde alcanzaba su vista, grabarlo a fuego en
Jim no se apresuró a recoger sus cosas de la escalera, y se procuró una cerveza y un armado antes de subir. Se tomó su tiempo para llevar el bolso al vestidor y volver a guardar su pasaporte en la caja fuerte. No le corría ninguna prisa. Cada minuto que pasaba lo acercaba al momento de reunirse con ella. Llevó la computadora a la cama y se recostó con el armado entre los labios, la cerveza al alcance de su mano en la mesa de noche. Le costó hallar una traducción de la letra al inglés que tuviera un poco de sentido. Al fin encontró una que tal vez no fuera demasiado literal, pero al menos le daría una buena idea de lo que decía la canción. No importaba que no fuera exacta. Silvia podría traducírsela bien durante la cena. La próxima cena. Porque para entonces ella ya estaría allí. Con él. La canción pertenecía a una banda brasileña llamada Paralamas y el título era algo como Linterna de los Afiebrados. Flexionó un brazo bajo su cabeza mi
Silvia salió del área de Migraciones sintiéndose aturdida y un poco mareada. Tras una semana tan cargada emocionalmente, se había embarcado en aquel vuelo interminable que la había llevado a otro hemisferio, otra estación, otro idioma, otra cultura, otra vida. Miró a su alrededor con ojos turbios. Sentía que estaba por bajarle la presión y que se desmayaría en cualquier momento. Jim arrojó en un cesto el cartel con su nombre que Silvia no había visto y fue a plantarse ante ella sonriendo, las manos en los bolsillos. —¿Buscabas a alguien? Silvia alzó la vista sorprendida y olvidó su equipaje para echarle los brazos al cuello con una exclamación ahogada. Jim la estrechó riendo por lo bajo y la sintió temblar. Besó su cabello, sosteniéndola hasta que ella fue capaz de contener sus lágrimas y retroceder. Cuando consideró que Silvia estaba en condiciones de caminar, tomó su mano, el carrito del equipaje y la guió al estacionamiento. Ella se limitó a seguir
Hallaron el camino al dormitorio sin dejar de besarse y cayeron juntos en la cama, sus manos luchando por librarse de las ropas del otro. Silvia tironeó de Jim para que se tendiera sobre ella, anhelando volver a sentir su peso. No existía ningún otro cuerpo para el suyo, ni otras manos para tocarla, otros labios para enloquecerla, otra piel para acariciarla. Enlazó una pierna en torno a su cintura para atraerlo contra ella, dejando escapar un gemido al sentirlo en su vientre. Se dejó invadir por el fuego que agitaba el pecho de Jim, se sumergió en la urgencia exasperante, la ansiedad que lo empujaba. Sí, así se sentía Jim. Porque nunca había echado en falta su cuerpo, nunca la había necesitado, pero allí estaba, luchando por contenerse como un maldito adolescente, enloqueciendo con cada gemido que le arrancaba, cada movimiento de sus caderas, cada roce de sus dedos y su lengua. Como si nunca fuera a saciarse de ella. ¿Por qué se sentía así? ¿Por qué n