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2. Abriendo los ojos

Vancouver sleep clinic - Someone to stay

***

"Si tuviera que volver a comenzar mi vida, intentaría encontrarte mucho antes..."

—El principito

***

Salió corriendo del edificio; afuera no había dejado de llover a cantaros, pero en ese instante eso era lo que menos le importaba. A lo lejos escuchó el sonido de un trueno, decidió cerrar los ojos y coger aire, entretanto, el mundo entero se estremeció y amenazó con que este quizá era el final. Maggie soltó un sollozo roto, sentía que el pecho le ardía y que los pulmones los tenía cerrados, tenía el alma quebrantada.

Y dolía tanto.

Y aunque para muchos quizá, lo que acababa de pasar, se tomaría como lo mejor que le pudo haber pasado; el hecho de encontrar a su prometido en la cama con una prima no era sinónimo para la mejor forma de acabar con una relación. La traición era peor, en su caso, fue más aguda.

«¿Qué estás haciendo?, Matías seguro está por salir y si no quieres enfrentarlo en estas circunstancias lo mejor es que te marches ahora mismo», le apremió la voz de su cabeza y sin perder tiempo avanzó calle arriba, buscando un taxi o una estación de buses, lo que fuera pero que la llevara lejos, hasta un lugar donde nadie la conocería ni se burlaría de su desdicha. Pronto se subió a un autobús y estando en él, de inmediato sus pensamientos comenzaron a consumirla.

A partir de ese momento Margarita comenzó a cuestionarse todo, «¿desde cuándo me estaba engañando?, ¿solo fingía amarme?, ¿estaba conmigo por obligación cuando en realidad quería estar con ella?». Y con el pecho contraído, con la mente echa un nudo y con la voluntad casi hecha pedazos, fue cuando reparó en un significativo y asqueroso detalle: Matías iba a casarse con ella sin importarle nada, iba a formar "una familia" con ella pero él, seguramente, siempre la iba a seguir engañando.

«No, definitivamente eso no lo voy a permitir», se juró ese día.

Cuando la noche calló; Maggie se había bajado cerca de un centro comercial que quedaba en las penínsulas del centro de la ciudad, anduvo por los alrededores con la cabeza echa un desastre, con un infierno desatado en su pecho. La lluvia, para su fortuna, ya había cesado y ahora solo era una tenue llovizna pero que mantenía sus risos rojizos empapados, al igual que todo lo demás.

Era un desastre de mujer en todos los aspectos; porque no tenía idea de qué iba a ser de su vida, no obstante, tenía una determinación bien cimentada —tan fuerte y jamás experimentada—, y era que ella no seguiría con toda esa función. Ella ya no sería el motivo de burla ni manipulación de nadie.

Pero lo más importante; Margarita jamás volvería a ser tan ingenua ni a fingir que todo estaba bien y porque tenía que ser sincera consigo misma, pues la verdad siempre había estado frente a sus ojos, pero por lo anterior ella no había querido enfrentarlo. El miedo y el desaire la tuvieron petrificada, por lo que ella misma tuvo que cerrar sus ojos y aparentar.

Así que todo esto, también era culpa suya.

Se rodeó con sus brazos, el frío para ese momento ya le calaba los huesos. Y en consecuencia, el cuerpo le temblaba, sus dientes titiritaban y su raciocinio se hallaba adormecido, congelado. Se detuvo frente a una casa que fungía como una tienda; la misma contaba con un toldo que bien le ayudaría a pasar el resto de la tormenta que comenzaba a derramarse. Se acomodó debajo de éste y todo intento por pensar con claridad, por idear un plan, se vio ensombrecido por los estragos del pasado, por sus voces y por evocarse a ella misma con Matías, en esas mismas y repugnantes circunstancias. Y el simple recuerdo le provocó asco, aumentó desprecio y el odio desmedido.

Cuando la lluvia volvió a derramarse a caudales; el frío la atacó con rudeza, su menudo cuerpo temblaba debido al clima y a la ira que se consumía en sus venas, que le exigía acabar con todo de una buena vez. Decidió, sin saber qué más hacer para remediar un poco toda esta embrollada situación, acercar sus rodillas al pecho y envolverlas con ambos brazos. Fijó su atención en un punto cualquiera de la calle y poco a poco las lágrimas siguieron abandonando su par de ojos enrojecidos y que ocultaban en bonito color verde que poseían.

Empero, cuando su ensombrecida y turbada realidad estaba por sumergirla en un mar lleno de desesperanza, las luces de un carro la sacaron de su abstracción. El mismo ya estaba enfrente. «No creo que le moleste que esté pasando la tormenta aquí», pensó y seguido echó un vistazo a su ropa toda mojada y sucia, pasó ambas manos por su enmarañada cabellera y trató, de veras que lo hizo, en mejorar su apariencia.

Cuando la persona apagó las luces, la oscuridad la golpeó. Porque entonces ella se dio cuenta que la noche ya había caído, que no sabía dónde estaba ni como comunicarse con Melissa. Se levantó con rapidez y al hacerlo se cruzó con un hombre que venía corriendo, huyendo de la inclemente lluvia.

Margarita fingió ver para el lado contrario de donde el recién llegado estaba; con la intención de pasar desapercibida en lo que ese sujeto entraba a su casa. Pero para su desgracia —o quizá fortuna—, él si la notó.

La notó en todos los aspectos.

Y en el segundo que sus miradas se cruzaron; lo primero que él pensó fue que «¿qué hace una mujer así en un lugar como este?», y es que Margarita jamás, por más que se hubiese esmerado, hubiera logrado pasar desapercibida. ¿Y cómo?, si su sola presencia despertaba deseos de apreciarla, la delicadeza de sus ademanes y modismos invitaban a tratarla con dulzura y respeto, la singularidad y emotividad de su mirada penetraba como una aguja de doble filo.

Este hombre quedó embrujado, deleitado desde la primera vez en que aquel par de posos verdes y los propios se encontraron. Porque fue como hallar un faro luego de una tormenta, un punto firme después de naufragar por años.

—Buenas noches —saludó el recién llegado, dando una leve sacudida a su cabeza, tratando de salir de aquel hechizo. Decidió acercarse a paso pausado, algo en su interior le dijo que moverse con cautela era lo mejor. Sacó sus llaves y no pudo evitar observarla de reojo. ¡Santo cielo!, era bellísima.

—B-buenas noches —respondió Margarita, tratando de emular una sonrisa y controlar el tartamudeo en su voz, pero es que tenía tanto frío—. Y-yo..., estoy por m-marcharme, solo q-quiero que se calme un poco la lluvia, espero que no le m-molesté —se animó a decir, pues ella estaba segura que parecía más una mujer de la calle que otra cosa, sin embargo, si ella hubiese podido leer mentes se daría cuenta que para este ella era como un espécimen sacado de una película de fantasía.

—No, no, no. Por supuesto que no me molesta, usted puede estar aquí todo el tiempo que crea necesario —contestó, aunque en realidad le hubiese gustado terminar aquella oración con unas sencillas preguntas: ¿está bien?, ¿necesita ayuda? Porque algo le decía que ella todas las respuestas eran un no acompañado de congoja.

—Muchas g-gracias, prometo que n-no será por mucho tiempo..., que t-tenga una linda noche. —El hombre dio un leve asentimiento y comenzó a avanzar a la casa que ya había cobrado vida pues las luces del interior se encendieron. Pero..., algo no le permitió dar un paso más, dio media vuelta sobre sus pies y sopesó si cometer la imprudencia que se le acaba de ocurrir o simplemente no meterse en donde no lo habían llamado.

Pero cuando Margarita estaba a punto de sacar el aire contenido; él regresó el trecho avanzado y la miró con la cabeza ladeada más una sonrisa afable, perspicaz y un centenar de buenas intenciones brillando en sus ojos.

«Al diablo los modales, al diablo todo», pensó él, decidido en brindar su ayuda.

—Disculpe mi intromisión... —murmuró con voz suave, no deseando asustarla, tal como parecía que estaba pasando. Aun así, decidió continuar—: Quizá no sea de mi incumbencia, pero quería saber si necesita que llamar a alguien para que venga a recogerla, porque esta tormenta no creo que se calme pronto y ya es muy tarde para que ande sola —señaló, haciendo uso de su mejor sonrisa que pudo imprimir. Y una muy empapada Margarita solo puedo contener la respiración y las ganas de echarse a llorar, conmovida por ese gesto tan humano, porque era lo que tanto había estado necesitando: una mano que la ayudara. Finalmente asintió—. Bien, ¿me regala el número de teléfono de la persona? —Margarita se aclaró y recordó que no llevaba el móvil encima.

Pestañeó un par de veces; tratando de alejar las lágrimas que comenzaban a formarse en el borde de sus ojos y de controlar el ahogo, la impotencia y la rabia de saber que solo tenía a una persona a la cual recurrir, que ni siquiera sus padres le darían el apoyo y la fortaleza que ella tanto necesitaba. Y que mejor un extraño se estaba portando amablemente con ella.

—N-no t-traigo el m-móvil, l-lo..., perdí —mintió con lo último. La voz se la escuchaba pastosa, casi quebrada y él lo captó de inmediato, pero decidió que, si ella estaba pasando por un mal momento, él trataría de ayudarle en cuanto pudiera, que no se inmiscuiría.

Y él notando que el clima se comenzaba a tornar más pesado, decidió aligerarlo. Se aclaró la garganta e hizo una mueca, una que distaba del disgusto y que era, más bien, irrisoria.

—Bueno, ese no es un problema. Porque yo con gusto puedo llevarla hasta su casa o a donde me indique —propuso, demostrando una sincera disposición y una sonrisa relajada. Maggie aguantó la respiración, ¿acaso ese hombre era de verdad? Y es que no la miraba con morbosidad ni doble intención—. Sé que acabamos de conocernos y que sería inapropiado, pero eh..., no sé, creo que coger un taxi a esta hora sería casi lo mismo, ¿no? —repuso con candidez y un tanto divertido. Maggie se lo pensó un poco y al final decidió aceptar; él se abstuvo de sonreír, aunque el hecho de que ella aceptara le supo como a una victoria. Se buscó las llaves de nuevo en sus bolsillos y cuando estaba por pedirle que la acompañara al auto, recordó un detalle importante—: Por cierto, me llamo Andrew. Andrew Gutiérrez.

Maggie sonrió y lo hizo de verdad —como en mucho tiempo no lo había hecho.

—Y-yo me llamo Margarita, un p-placer —tartamudeó y se abrazó a sí misma con más fuerza. «Si serás descortés, Andrew. ¿Acaso no ves que se estás muriendo del frío? Ofrécele tu saco, ¡caramba!», se regañó. Con rapidez se quitó el saco y se lo ofreció a Margarita, absorto en ella y en el lindo nombre ella tenía. Esta lo terminó aceptando, y parecía que se moría de la vergüenza, pues sus rosadas mejillas se tiñeron de rojo. Y esto solo provocó que el pecho de Andrew se colmara de ternura.

—Ahora sí, ¿nos vamos? —inquirió él, sonriendo de medio lado, sin poder dejar de observarla.

—Sí, está bien. —Le dedicó una sonrisa y, haciendo a un lado la vergüenza, añadió—: Y si no es mucha molestia, le tomaré la palabra, necesito llamarle a..., necesito avisar que ya voy de camino.

Andrew no se lo pensó mucho y de inmediato le tendió el celular, seguido que sonrió a manera de reconfortarla aunque sea un poco.

Tras unos minutos, ambos se subieron a aquel sencillo auto y se internaron en las calles abarrotadas de aquella ciudad. Y entretanto; las palabras comenzaron a surgir y lo que nació como un sencillo gesto de bondad, en aquel encuentro oportuno, pronto se convertiría en una amena amistad y quizá —solo quizá—, con el tiempo en algo más.

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